Cosas que aprendí del Ramadán

Poco a poco, más de la mitad del mes sagrado pasó y las preguntas que nos hacíamos mirando a la luna han ido encontrando su respuesta. Sí que había cañonazos para anunciar el desayuno y sí que a partir de las siete todo el mundo en las calles llevaba en la mano su botella de agua para no perder ni un segundo antes de darle un trago largo en cuanto sonara la primera nota del canto del atardecer, os avanzo.

No ayuné, no. Aunque sí que desarrollé algunas costumbres de mes sagrado de mi propia cosecha, como salir cada tarde a la terraza con una taza de té cuando diera la hora de empezar a comer y observar por la ventana, furtivamente, cómo la familia del piso de enfrente, tan parecida por lo demás a la mía, se abalanzaba sobre sus platos voraz y callada. O almorzar a base de los pastelillos que las panaderías inventan para hacer más variado el desayuno vespertino, y que los fieles se llevan a casa en cajas que no abrirán (como uno de esos regalos de cumpleaños, tan ilusionantes, que se guardan en el armario semanas enteras) antes de la puesta de sol.

Mañana me voy por unos días, así que no viviré in situ la recta final del Ramadán. (No sé si me da pena o me alivia, estoy a ver si me decido). De modo que considero cerrado mi mes santo, y antes de echar una última mirada a la cena de los vecinos, quería contároslo, como el que pone un punto y final.

Pero como todo eso del “cómo se vive” ya lo tenéis un poco visto, he pensado que voy a ahorraros obviedades. Me dejo de relatos y retratos y os cuento, simplemente, diez cosas que aprendí del Ramadán.

Así, con su ambigüedad: del Ramadán. Tanto acerca de él como gracias a sus cuitas.

(Nota: ni el tiempo ni los ánimos me han bastado, esta vez, para hacer fotos. Cada tarde tuve ganas, pero cada tarde lo dejé pasar. También es cierto que no habrían servido de mucho: una foto de una calle vacía a las siete de la tarde es sólo una foto sosa que no tiene mucho que ver con la sobrecogedora sensación de pasear por una calle vacía a las siete de la tarde, y nada en la de un puesto de panes indica que no os engaño sobre qué mes es. Pero si alguno tiene realmente sed de imágenes, tengo una buena noticia: siempre todo hay quien lo ha hecho ya. En este caso, eso quiere decir que podéis ir alternando con este enlace si os apetece sazonar mi decálogo con notas de color: fotos que parecen hechas en sueños. )

UNO: UNA CIUDAD ESCONDE MUCHAS CIUDADES DISTINTAS

Creemos en vano que una ciudad la definen las calles trazadas y los edificios que no se van a mover. No es cierto. Una ciudad esconde en el vientre muchas ciudades distintas, dispuestas a saltar si se les da ocasión. El Ramadán es sólo una de esas ocasiones propicias para el cambio de paisajes. Y la más impresionante que yo haya visto, por otra parte.

Al salir de casa por la mañana durante el mes santo, se diría que durante la noche ha ocurrido un pequeño apocalipsis de consecuencias aun desconocidas. Todas las tiendas tienen echada la reja y las aceras, más sucias que de costumbre con los restos de la batalla gastronómica nocturna, no acogen más que a algunos sospechosos madrugadores. Todos los cafés están cerrados: en las terrazas no hay filas de hombres que sorban su primer té con los ojos clavados en los que pasan.

No hay nada: ha amanecido pero la ciudad es aun un desierto dormido.

El día va pasando como buenamente puede.  Es cierto que con menos animación de lo habitual, y con algunos cambios paisajísticos menores: gente durmiendo en las aceras porque le dio la debilidad antes de llegar a casa, más chilabas fuera del armario que de costumbre. Más tertulias quietas en los portales y una extraña ausencia de humo ambiental. Por lo demás, a su ritmo. A media mañana, las tiendas van abriendo, hay quien sale a sus asuntos. Sedienta bajo el sol de agosto, parece que la mañana se deja vivir si se va por la sombrita. La ciudad es ahora un pueblo grande de verano. Una aldea de viejos al sol.

Pero en torno a las tres de la tarde, empieza a anunciarse la que se avecina. Fuera ya de las oficinas por virtud de los horarios reducidos que regala el santo mes, todo el mundo tiene una prisa enorme por llegar cuanto antes a casa y lanzarse a los fogones o la siesta. Y se montan los atascos más delirantes que yo haya visto en esta ciudad. Avenidas colapsadas y cruces en los que de pronto se dan el morro cuatro coches que van cada uno en su contradictoria dirección (y que no piensan ceder un ápice, como se verá en el aprendizaje número tres). En esas pueden estar hasta en torno a las cinco de la tarde. La ciudad es ahora sus demonios y asfalto.

Pasada la hora en la que yo me escondo para comer, la cosa se calma. La mayoría de la gente ya ha llegado a sus hogares, algunos se escapan a hacer recados de última hora, y quienes tengan que trabajar en alguna cosa que requiera resistencia, seguramente aprovechen este ratito en el que el sol aprieta menos y el fin del hambre está cerca. Hay otra cosa de este tramo del día que me encanta: como es el que la gente aprovecha para cocinar los platos con que romperán el ayuno, todo huele a sopa y a dulces y a té y a carne y a bollos. El edificio entero de la oficina está inundado de la harira que cenará el portero. Comino, romero, menta. La ciudad es ahora una ciudad de paseo, bañada de cuidados maternales y vigilia de fiesta. La ciudad es ahora un remanso de calma.

Y es entonces cuando llega mi momento preferido del Ramadán. Han querido la suerte y los husos horarios que mi jornada de trabajo termine a la hora aproximada en la que suena la llamada que anuncia el fin del ayuno, así que casi todos los días me ha pillado caminando el mágico tramo horario en el que las calles se quedan vacías. Pero vacías quiere decir: vacías. Antes ni me imaginaba cuánto. En torno a las siete de la tarde (la hora se ha ido adelantando algunos minutos al día a lo largo del mes, esas cosas de la luna de nuevo) es el momento del ftor, la primera comida del día, y todo el mundo está en su casa. Calles desiertas. Las tiendas han vuelto a echar la verja y por entre los barrotes se ve a sus dueños, sentados en el suelo en torno a una bandeja o un perol. Aceras barridas de gente. Calzadas por las que apenas pasa, a toda velocidad, algún que otro coche de alguien que no logró llegar a tiempo a casa. Si te cruzas a un peatón, os sonreís: seguro que es otro expat. No se oye nada que no sean las conversaciones que dejan salir las ventanas abiertas. No hay nada. No hay absolutamente nada. La calle bien podría haber desaparecido.

Entre inquietante y seductora, la ciudad es ahora la ciudad fantasma.

Será en torno a una hora más tarde cuando se entregue a su última mutación. Tras dejar tiempo suficiente para que todo el mundo se haya llenado la panza, el imán vuelve a cantar: el primer rezo de una larga noche hace salir, poco a poco, a la gente a las calles. Ponen rumbo a atestadas mezquitas en las que largos sermones recordarán por qué narices están haciendo esto. O bien se paran a orar en alguna esquina de la calle, en la sola compañía de su brújula y su alfombra. Y luego, cumplida la misión de las plegarias, a eso de las nueve de la noche… empieza la jornada. Quien tiene una tienda, la abre. Quien tiene niños, sale con ellos a pasear. Quien no tiene nada que hacer, se lo va inventando sobre la marcha. Es el momento de hacer las compras para el ftor de mañana o de acercarse a la librería a conseguir los cuadernos para la vuelta al cole. Una hora inmejorable para ir al centro comercial, que está abierto estos días hasta medianoche. La medina vibra, las arterias principales de la ciudad moderna son un desfile de modelitos y alegría. Quedan por delante un rezo más y al menos dos comidas que permitan que al día siguiente no abunden demasiado las lipotimias. ¿Lo ideal? Acostarse poco antes de que amanezca, después de haberse regalado un buen suhur. Y hasta entonces, vivir, vivirlo todo bajo la luna, que mañana no se va a poder -otra vez-.

La ciudad es ahora una fiesta.

DOS: CADA ESTACIÓN TIENE SU NEGOCIO

Leía el otro día que el Ramadán es un buen negocio. Estoy de acuerdo. Como una Navidad que durara treinta días, la época se alza como el paraíso del que sepa vender. Es cierto que (llegaremos, llegaremos: punto cinco) la productividad baja en este mes de pereza diurna y excusas múltiples. Pero, para el que sepa qué puestito poner, cada estación tiene su negocio estrella.

Y Ramadán, esa estación transversal, tiene unos cuantos.

Están, fundamental, las mujeres que improvisan una mesa en plena calle para vender su ingente producción de baghrir, pastilla, harcha, msmen adobados con verduras, o, en general, casi cualquier combinación posible de harina, aceite y huevos con lo que se tenga a mano. Envueltas en sus inmensos velos o cubiertas por enormes sombreros campesinos de paja de colores, se apostan a la salida del super, a la entrada del parking, a la puerta de casa, y te miran. No te hablan. Sólo te miran. No necesitan más. Porque, ¿quién podría resistirse a obsequiar a la familia con un grasiento paquete de briouates tras un duro día de ayuno?

Ellas son mis favoritas, pero no son en absoluto las únicas comerciantas oportunistas del Ramadán.  En el mismo género, tenemos a los hombres del requesón. Mi calle ha sido tomada por unos carros que desconocía. Cargan pequeños cestos de mimbre en torno a los cuales se agolpan las moscas, que esconden un queso blanco que aún no he logrado averiguar qué narices tiene de especial. El caso es que ahí están. De tertulia en torno a sus carros inestables, hasta que cae la noche, vendiendo queso sin parar. Dátiles y chebakias son los otros dos productos que he visto acumularse en estos carros de monocultivo. Uno no puede evitar preguntarse si realmente será posible vender toda esa montaña de dulces antes de que atardezca.

Luego están, claro, los que comercian con asuntos religiosos. Libros, casettes, aplicaciones de software: puedes llevarte tus jaculatorias en cualquier formato. E-mule ha debido hacer daño a estos inversores de lo santo, pero no les ha impedido, en cualquier caso, seguir saliendo con su manta a vender rezos en un rastrillo improvisado, que cada día cambia de esquina según por dónde se peregrine más.

Y los sastres. Hay una cierta tradición de que, en Ramadán, las mujeres se cubran más y los hombres abandonen los trajes y los vaqueros para ponerse ropas más parecidas a las que Mahoma llevaba en su tiempo de mortal. Así que es el momento de ir a hacerse a medida una chilaba, para ella o para él, elegante a la par que práctica. Corta, costurero, corta: Ramadán también es tu mes.

Dicen que los vendedores de electrodomésticos y muebles también hacen su agosto en Ramadán, supongo que por aquello de recibir visitas. Y que más del 25% de los ingresos anuales de las principales cadenas de televisión se obtienen durante el mes santo, cuando la gente, cautiva en casa, se engancha a las telenovelas especiales y los cuanto menos curiosos programas de variedades pensados para amenizar la tarde.

¿Quién dijo que habían echado a los mercaderes del templo?

TRES: SIEMPRE CABE UN CLAXON MÁS

Si tuviera que definir Rabat con un sólo sonido, sería un largo, sostenido, irritante y agudísimo claxon. Los bocinazos son un habitante más de la ciudad, tan molestos como familiares.

Pero si de continuo ya son abundantes, en Ramadán se vuelven atronadores. Desde media mañana hasta media tarde, se erigen en reyes absolutos del espacio público. No hay imán que valga: su canto es el más fuerte.

¿Y por qué?, me diréis.

Pues bien: ocurre que Ramadán es el tiempo de veda abierta a la mala leche. Lo comentaba una amiga el otro día, y me apropio su argumento: “igual que en los funerales hay quienes compiten por ser el más triste y llorón, como necesitando demostrar que la mayor plañidera será quien más quería al muerto, en Ramadán el mal humor es una forma de demostrar que ayunas como se debe, que eres un buen creyente”.

Y así va pasando el día, gruñe que te gruñe. A las caras largas de quienes de verdad se lo toman al pie de la letra y andan hechos polvo por la falta de calorías vienen a unirse los un poco menos sinceros lamentos de quienes se encierran en su despacho para echar un pitillo en cuanto pueden y luego ensalzan su hambre por aquello del qué dirán.

Los conductores se insultan, la gente se cuela más en el super y no hay un solo tendero que te devuelva la sonrisa. Y cláxones, cláxones, cláxones, se apoderan de la ciudad.

El buen musulmán, este mes, es mejor si está un poco enfadado.

CUATRO: UN VASO ES VASO POR SU HUECO

Y el ayuno se define por el momento en que se rompe.

De nada servirían las horas de malvivir sin un copioso ftor que llevarse a la boca tras el crepúsculo para comprender el valor de la cosa. Hay quienes descuadran la economía del año entero por que no falten las tartas en las cenas de este mes. Los restaurantes ofrecen menús degustación especiales de desayuno, a módicos precios, con espectáculo incluido. Este post podría llamarse “Lo que aprendí en Ramadán: decenas de nombres de pasteles”.

Todavía ayer recorté del periódico un cuadradito que me hizo gracia. Reocgía una cita que decía:

Según Sahl Ibn Saad, el profeta Mahoma (que Dios le bendiga) dijo: “Estarán en la buena vía los ayunadores que se apresuren a romper el ayuno”.

¿Y creíamos que el cristianismo había logrado la máxima expresión de la virtud del sacrificio y el binomio penitencia-recompensa?

CINCO: DIOS MANDA MÁS QUE TU JEFE

En las medinas marroquíes, hay una frase hecha para que se rían los españoles: “prisa mata…” Cuando efectivamente nos reímos, a la sentencia le sigue su corolario: “…y pachorra remata”.

Pues bien: he descubierto que debiera haber una tercera parte. Tendría que tratarse de una trilogía de refranes: “prisa mata, pachorra remata, y en Ramadán pa qué te voy a contar”.

No se caracteriza precisamente el pueblo marroquí por hacer las cosas con diligencia y eficacia. Qué le vamos a hacer, esa es una de las cosas que más nos gusta de ellos unos días, y más nos desespera de vivir aquí en otros tantos.

Pero en Ramadán, la cosa puede alcanzar extremos insospechados hasta para el más curtido. Creíamos que el Capital lo podía todo, pero nos equivocábamos: no puede con la religión.

La mejor expresión de los ritmos ramadanescos la encontré en esta entrevista: “levantarse para el Shour « and take it easy » para el resto del día”.

Así que todo tomará mucho tiempo. En las empresas, la pausa-café se sustituye por pausa para rezar, que dura lo que cada uno tenga a bien. Si llamas a alguien antes de las cinco de la tarde, seguramente estará durmiendo, llame usted mañana. El dependiente de la tienda tendrá la mirada clavada en el infinito en vez de mirar qué le señalas. El fontanero y el técnico de la televisión… vendrán, pues eso, inshalah, si Dios lo quiere. Si pretendo pagar el alquiler, mejor que vaya a la agencia entre las diez y las tres: horario de mes santo.

Porque,  ¿sabes qué? Dios manda más que mi jefe. Y estamos en el mes sagrado. Así que cálmate.

SEIS: AMIGO REY, SI QUIERES UN PUEBLO CONTROLADO, APÚNTALE A LAS FILAS DE UNA RELIGIÓN

Esta era obvia: para un país de ley y orden, nada mejor que una religión oficial normativa y estricta. Ramadán es también el mes del control social sobre el vecino, de la ley del padre y de la casa, del fichaje de disidentes, de hacer llamativas demostraciones de represión policial, de educar en la tradición y en la norma.

De recordar que, en este país, sencillamente no se puede ser ateo. Y ser simplemente distinto es bastante difícil.

SIETE: PARA QUIEN NADA CAMBIA, NADA CAMBIA

Esto lo vimos, el pasado viernes, a toda página en el diario Aujourd’hui, uno de los más leídos del país. No creo que necesite notas al pie.

LO QUE CAMBIA PARA LA MUJER DURANTE EL RAMADÁN

Además del aspecto vestimentario, la mujer marroquí tiene durante el mes de Ramadán un gran cambio en sus costumbres: dormir poco y esforzarse mucho para ocuparse mejor de sus tareas domésticas. (…)

Madres de familia o trabajadoras fuera de casa, las muejres marroquíes suelen vestir en Ramadán ropas tradicionales, en buena parte confeccionadas especialmente con motivo del mes bendito. (…) Aunque algunas no llevan velo el resto del año, dicen que se han acostumbrado a vestirse con ropas largas durante el mes sagrado para hacer la compra o ir a sus lugares de trabajo. Y para un mayor respeto al mes de Ramadán, la mujer marroquí se siente casi obligada a no maquillarse, particularmente durante el día. (…) “Intento, como me enseñaron desde niña, no atraer la atención de los hombres durante las horas de ayuno”, confía una joven funcionaria (…)

(…) Y ella sabe que tiene la misión de mantener un ambiente cálido y festivo en su hogar. Para ello, se levanta pronto para poner orden en cada rincón de la casa. Debe preparar durante el día la comida para sus hijos. Y para preparar las otras comidas, especialmente la de la ruptura del ayuno, la cena y el shour, la mujer pasa buena parte de su tiempo en la cocina. (…) “Porque mi esposo y mis dos hijos adoran comer en esta ocasión platos que haya preparado yo misma. Y no encuentro las palabras para explicar mi alegría y mi gozo por el hecho de encontrarme, tras la ruptura del ayuno, acompañada de mi familia y saboreando los platos que he preparado para ellos”.

Además de los trabajos domésticos, la mujer marroquí se esfuerza por ser siempre hospitalaria y estar dispuesta a recibir las visitas de su familia y conocidos. (…)

Pese al aumento de sus tareas domésticas durante el Ramadán, la mayoría de las mujeres dicen que se acostumbran al ritmo de este mes sagrado. Afirman que no tienen queja, porque el mes de cuaresma pone en valor su rol tanto en la sociedad como en sus hogares. Y no podemos sino darles la razón…

OCHO: NADA MEJOR QUE UN MES SAGRADO PARA COMBATIR LA SEQUÍA NOTICIOSA

Eso: que lo bueno de que Ramadán cayera en verano era que los periodistas ya no tendrían que devanarse los sesos ni recorrer desesperadamente la ciudad para encontrar abandonadoras de gatos y osos cuidando plantaciones de cannabis, para llenar los páginas de los diarios.

En lo que pudiera ser un corolario del punto dos, para sacar un periódico en pleno agosto, basta con “pensar Ramadán”.  Y entonces tendremos, todo el mes, páginas llenas. Desde curiosidades hasta recetas, repaso de tradiciones o sesudos debates sobre por qué se pierden. Artículos por entregas ilustrando acerca del Corán o la historia de la nación, reportajes a doble página sobre la capacidad de ahorro puesta a prueba por la conjuncion del mes santo con las vacaciones y la vuelta al cole. Todo diario que se precie tiene unas páginas centrales de suplemento especial, con sus testimonios y su ocio ad hoc. Por no hablar de toda una tendencia: los consejos de salud. Atención a la sobrealimentación, a la deshidratación, a la diabetes. ¿Y los futbolistas qué tal lo llevarán? O un toque costumbrista: Ramadán en las distintas ciudades, Ramadán en los distintos países.

Pero si tengo que elegir, me quedo las encuestas, ese gran género de verano. El 48,23% de la gente dice que lo que peor lleva del ayuno es el cansancio, frente a sólo un 23,16% para la sed y un 5,99 que echa de menos sus cigarrillos. (Supongo que el  14,17% de “Otros” se refiere al sexo, porque si no no me lo explico). Que lo sepáis.

NUEVE: FRENTE A CUALQUIER COSA, SIEMPRE HAY ALGUIEN QUE CORRE HACIA ELLO Y ALGUIEN QUE CORRE HUYENDO DE ELLO

En Ramadán hay quien vuelve a casa. Recorriendo Europa entera en ajadas furgonetas para no perderse la sopa de la abuela, más de un millón de MRE (marroquíes residentes en el extranjero) cruzan cada año las fronteras hacia abajo para pasar el mes santo en su pueblo, con sus familias, como toda la vida.

Entretanto, otros muchos, hartos de lo complicada que se pone la cosa por aquí, prefieren aprovechar que este año coincide con las vacaciones y darse a la momentánea fuga hacia un lugar donde no pasar hambre. Agarran sus mercedes viejecitos, los cargan de bolsas y empiezan a buscar en los mapas dónde quedaba la Costa del Sol.

Cuando se cruzan  en las áreas de servicio, todos se dicen, en cualquier caso: “Ramadan Moubarak!”.

Y siguen camino, tan tranquilamente.

Y DIEZ: LO QUE SE SIENTE SIENDO “EL OTRO”

De todos los aprendizajes que he hecho en este corto mes de Ramadán que me he fabricado a medida, el más decisivo ha sido el de vivir todo el día fuera de contexto. Esconderse para almorzar a las horas que no se debe. Comer siempre lo que no toca cuando no toca. No comer lo que toca cuando toca. No entender los símbolos. No ir vestida ad hoc. No estar nunca alegre ni agobiada al mismo tiempo que los demás.

Pasear sola cada tarde una ciudad fantasma mientras todo el mundo, en su casa, con sus más queridos, está de celebración.

Sí. El enorme aprendizaje de ser más extranjera que nunca. Esa lección.

 


Tajabone, recuperada en esta versión por Ismael Lo, es una canción típica de una fiesta tradicional del final de Ramadán que se celebra en algunos países de África. En ella, las niñas salen a la calle disfrazados de niños, y los niños de niñas, y, cantando y bailando delante de las casas, reciben a cambio caramelos, telas, aceitunas, arroz. Os la dejo aquí y me voy yo también por unos días, a festejar el fin de mi propio mes santo: cantando y bailando y vistiéndome como quiera y recogiendo cosas dulces y encontrándome con mis ángeles. Echadles un ojo a los subtítulos traducidos, si os apetece.Yo no podría haber encontrado mejor final para este post que el que me dan ellos:

” Sencillamente te dejas llevar, aun sin entender el por qué, aun sin entender su mecanismo interno. Algo nos pasa en el corazón, cerramos los ojos y escuchamos…”

One thought to “Cosas que aprendí del Ramadán”

  1. También ese texto leí en la actitud de reverencia que suelo adoptar ante una buena lectura. Eres una escritora de excelencia, Laura. Mi enhorabuena por tu ingenio y arte.
    Un abrazo.

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