Tras meses hartándome de recomendar a todo cristo que se dejara de prejuicios pedantes (“yo un best-seller no lo leo por principios”) y hundiera la nariz entre las páginas de la tan traída y llevada trilogía Millenium, hoy me dan aviso de que busque en el último Babelia, que me voy a alegrar.
Así que, como redención por el post en defensa de Stieg Larsson que nunca me animo a escribir, os copio aquí un ratito de lo que dice Vargas Llosa.
(Eso, hala, ya os estoy oyendo, ahora ponéos a despotricar, decid que de Vargas Llosa ni los buenos días, que ya os recuerdo yo La ciudad y los perros.)
¿A qué viene este preámbulo? A que acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millennium, unas 2 mil100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página “¿Y ahora qué, qué va a pasar?” y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la orfandad. ¿Qué mejor prueba que la novela es el género impuro por excelencia, el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a tener la poesía? Por eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta, y, al mismo tiempo, excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.
(para más razones, el artículo completo aquí)