Imilchil: la henna y la tinta (o lo que no nos invitaron a pensar en las clases de ética del periodismo)

La semana pasada el trabajo me dio la ocasión de una de esas aventuras que uno espera tener cuando se viene a vivir a un país como este. El asunto era el “festival de las bodas” de Imilchil, y antes de ir yo había leído cosas básicamente de este palo (aunque también un poco de esto y por suerte esto otro además). Así, sabía que se trataba de la celebración de unos matrimonios colectivos, siguiendo una tradición bereber. Sabía que en torno a eso se organizaba un mercado y, en general, un gran sarao. Sabía algunas leyendas y el nombre de dos lagos. Poco más. Para el resto, mi idea era dejarme sorprender.

Quiero contaros, antes que nada y de la manera más sucinta posible, lo que nos encontramos al llegar allí. Un retrato robot de lo que vi.

Contaremos, pues, que cuando (tras ocho horas de viaje con paisaje cambiante, una cena copiosa, una noche en la Pensión Todra y media hora más de brincos en el coche) llegamos a la llanura de Ait Hamar, lo que nos encontramos fue a cientos y cientos de personas afanándose entre los pasillos de un improvisado zoco nómada de dromedarios, corderos y burros (y de electrónica, y joyas antiguas, y cacharrería variada, y ropa de estilo occidental). Y al menos otra tanta gente esperando amontonada contra las vallas de seguridad que les mantenían a diez metros de distancia del espacio central. Mucha, mucha policía.

El espacio central en cuestión, alzado junto a un morabito verdiblanco en el que vive el santo cuyas bendiciones se quieren, es una jaima de lana marrón y alfombras granates. En cada lado hay seis filas de diez sillas, todavía vacías. En medio, una mesa larga, un retrato del rey.

A lo largo de la mañana, va llegando gente por el camino que marcan las vallas. Generalmente familias. Ellas llevan mantos de rayas de colores y pañuelos azul cobalto de tuareg que sólo dejan que se les vean los ojos, bien repasados con kohl. Ellos, chilabas blancas y… o turbantes o gorras viseras, no hay término medio. Los padres se acercan, casi todos, a un policía cualquiera, que los conduce a su vez a un policía concreto: el que tiene una lista en la mano. Este comprueba el nombre y conduce a el o la joven dentro, le indica una silla. Al lado está o llegará enseguida el chico o chica con quien se va a casar.

Vimos apenas tres parejas que se hablaran durante la espera.

Mientras: fuera de la jaima, sus familias, esperando en cuclillas.

Mientras: más fuera aun, tras las vallas, la gente de su tribu, esperando de pie.

Mientras: los periodistas campando a nuestras anchas por donde quisiéramos.

Mientras: grupos folclóricos amenizando el rato a los de fuera (de la jaima, de las vallas).

Entonces llegaron cuatro o cinco coches, cristales tintados. De ellos salieron militares y hombres con traje. Uno de ellos era el gobernador de la región.

Los militares y autoridades entraron al morabito, dejando a la puerta una horda de zapatos brillantes. Salieron de nuevo. Se calzaron. Empezó la función.

Los trajeados y uniformados se sentaron en las filas de sillas que había vacías frente a los novios. Un imán cantó. Un policía pasó lista. Las parejas fueron pasando, una por una, ante la mesa larga, donde les esperaban, cual tribunal, cinco personas. Los acompañaban en cada caso los padres de ella. El tribunal hacía unas preguntas. Los novios contestaban. La novia se bajaba el velo para mostrar que era quien decía ser. El padre pagaba un impuesto al jurista y el novio daba a la novia su dote (ante notario). Alguno de los miembros de la mesa cogía la mano de la novia, el novio, el padre y la madre y les guiaba metiéndoles el dedo en tinta azul, llevándoselo por sobre la mesa hasta que estamparan la huella en distintos papeles. Un organizador conducía a los ya casados a un lado. Un militar les daba un certificado. Los trajeados aplaudían siempre. Los familiares y amigos, unos sí y otros no.

Así treinta veces.

Nadie sonreía.

Mientras: periodistas corriendo por todas partes, metiendo sus objetivos hasta el fondo del alma de todo el mundo.

Mientras: familiares y amigos encaramados a vallas o tratando de atisbar entre los huecos de la tela de la jaima.

Mientras: Imilchil, ahí al final de las carreteras, tiene más de veinte hoteles.

Tras la ceremonia, entrevisté a un tal Señor Abucharif (ingeniero y militante, polo y corbata, chaqueta de tweed, emigrado a la ciudad para asegurarse de que sus hijos tuvieran una buena escuela). Me dijo, orgulloso: “esta es una tradición bereber que se conserva gracias a la oportuna ayuda del Gobierno”.

Mientras: burros y camiones esperaban para llevarse a los novios de vuelta a sus casas. Ellos no tenían el menor interés en quedarse a los festejos.

***

Estos eran los hechos.

Nosotros estábamos de vuelta en la Pensión Todra y teníamos un problema. Habíamos llegado buscando pintoresquismo o drama, ilegalidades o bellos vestidos, algo periodístico, ya saben, en fin. Pero aquello era otro asunto. Mucho menos espectacular y mucho más desolador.

¿Cómo contarlo?

En mi cabeza, un repaso acelerado de lo que me han ido enseñando Habermas, y Kapuscinski, y Dos Passos, y Debord de la mano con Bourdieu, y periodismohumano.com y mis amigos más sabios, y mis mejores profesores, y, cómo lo diría… una especie de quimera con cabeza de Felix Guattari y pies de Billy Wilder. (Si tenéis tiempo y ganas, estos links no son enlaces a biografías ni un arrebato de pedantería gratuita: son bastante exactamente de qué va todo esto en realidad.)

Total: que, poco a poco, se desplegaba ante mí una amplia lista de posibilidades de enfoque.

  •  Podía describir el zoco de afuera, tratantes y artesanos, collares y ovejas, para que el año que viene vinieran más, sonaran más monedas.
  • Podía indagar, narrativa y voyeuse, en las historias personales de los sesenta recién casados.
  • Podía explotar el pintoresquismo de los trajes y los cantos, tener un arrebato de orientalismo excusado en ayudar a conservar una hermosa tradición.
  • Podía darles bombo a las flautas y tambores del “Festival de Música de las cimas” y sus danzarinas sexys.
  • Podía mirar con lupa quién y qué había debajo de las banderas amazigh y los gritos de “corregid la historia, no somos árabes”.
  • Podía seguir según lo previsto y empeñarme en fundamentar contra viento y marea la supuesta denuncia hecha un año antes por una asociación de que allí se casaban niñas menores de edad (sin preguntarme demasiado a quién hacía realmente mal y bien soltar esa liebre).
  • Podía esforzarme en  desmentir los mitos que dicen que el festival es un mercado de mujeres para no contribuir a, como nos dijo triste un tal Bassou, “la idea de que vendemos a nuestras hijas”.
  • Podía, claro, por el contrario, seguir difundiendo la delirante historia que había leído en muchos medios antes de ir: que el moussem es un lugar de encuentro para casaderos en busca de pareja de las distintas tribus, que se conocen allí, se dicen mutuamente “te has metido en mi hígado” y se casan al instante, como en Las Vegas. O la romeojulietesca leyenda de amor y llanto con pacífica moraleja con la que se vende el asunto.

Éstas y algunas más. Como veis por opciones no sería.

Pero ocurría que toda otra serie de cosas, no noticiables, también me estaba latiendo:

  • El sonrojo de las novias al bajarse el velo delante de cinco juristas y una docena de cámaras.
  • El dinero que los padres, pastores de cabras, entregaban por el trámite al “adoul” del Estado.
  • Cómo sacaban las madres de una bolsa de supermercado los carnés de identidad de toda la familia.
  • La respuesta de Abucharif cuando le pregunté por la edad de las casadas (“sí, podría ocurrir que algunas no tuvieran 16 años, pero están fisiológicamente desarrolladas como si los tuvieran”)…
  • … y la pregunta con que el tribunal decidía la edad de las que no tenían DNI: “¿cuántos ramadanes llevas ayunando?”
  • El contraste de contextos cuando se bajó de sus coches la horda de hombres trajeados.
  • La autorización del Ministerio de Comunicación que habíamos necesitado obtener para poder grabar allí.
  • El cielo que, como si supiera de símbolos, amenazó tormenta durante todo el día.
  • Los tullidos que esperaban limosna de fiesta en torno al morabito.
  • Cómo cogían del manto los policías a las novias que iban llegando; cómo tocaba el organizador la espalda de las recién casadas para indicarles su sitio.
  • “Dios, patria y rey” tallado en la roca de la montaña.
  • El frío.
  • El olor a sudor y a cuero.
  • El derrumbe en la carretera que casi cortaba el camino allí.
  • Las toallas floreadas y manteles de hule que llevaban puestas las novias más humildes a modo de mantos de fiesta.
  • La jaima-café donde tomamos, sentados en el suelo, té con aceitunas y pan, y la risa ligona de dos jovencísimas camareras bereberes.
  • Las chicas que esperaban para casarse sin cruzar palabra con sus prometidos. Los chicos que esperaban para casarse sin cruzar palabra con sus prometidas.
  • La simpatía que no puedo evitar tenerle al pueblo bereber.
  • El runrun de los címbalos y flautas que me estaba comiendo el cerebro como para hacerme entrar en un trance nervioso.
  • El dato: menos 15 grados celsius en invierno. Y esas casas de adobe.
  • Una duda: el que se casa con la novia que tiene el manto con más lentejuelas, el raso más limpio, el más nuevo pañuelo de colores… ¿se creerá más afortunado que los demás?
  • La firmeza en la afirmación: “el festival tiene una triple vocación: económica, religiosa y social”. La universalidad de las estructuras.
  • La radical ausencia de sonrisas.
  • Lo extraño que es que en este lugar perdido un vendedor de teteras de segunda mano te hable en francés.
  • La pregunta que no sabía hacerles a las muchachas: “¿en qué valores y modales os han educado para el día de hoy?”
  • La absoluta evidencia -a mi entender- de que lo único que los ministros quieren de esos montes es tenerlos bien censados, no les vaya a salir así de pronto un Abdelkrim de entre las ovejas.
  • Algo que nos dijo aquel mismo Bassou: “Esta gente ha elegido vivir en la miseria. Este valle es como el Tíbet o la India, quieren la pobreza material porque tienen la riqueza espiritual”.
  • La japonesa que, con su gran cámara, se había colado entre los periodistas. Los cuatro polacos que vieron el festival en su Lonely Planet y se buscaron un alberguito por Internet. El grupete de hippies españoles agitando la melenita de jaima en jaima.
  • La frase “contribuye al desarrollo de la región” y sus paradojas.
  • La extraña sensación al querer discutir la anterior. La voz interior diciendo: “Laura, déjate de dialéctica snob, ¿tú vivirías aquí?”
  • Mi propia presencia: absurda, impotente, molesta, y a la vez interesada, conmovida, alerta.

Y sobrevolando todo eso como un ángel bueno, una sola imagen-resumen: en la mano de una novia, la henna ocre con que las mujeres de su tribu le habían llenado la palma de dibujos rituales para la ceremonia se mezclaba con la tinta azul en la que el “adoul” le había hecho mojar el dedo para firmar los documentos que validan su matrimonio ante el Estado marroquí.

***

Con todo eso bullendo, no supe escribir mi nota sino de un modo: contando lo que realmente había visto. La encrucijada, la duda. La henna y la tinta. El conflicto.

(Aunque en 60 líneas no hay conflicto que se cuente y, como diría un amigo, el resultado es pobre. Aunque todo esto no sea sino la repetición del arquetipo más clásico del mundo moderno: que todo cambia, que la ley y el capital nunca tienen piedad.)

Pese a todo, quedé contenta con mi trabajo. Porque lo hice como creí que debía hacerlo, acertara o no. Así que aquí os dejo, tal cual, la crónica que envié (esta vez, de puro no-noticia supongo, ni tijera hubo).

Yo, desde entonces, no he podido todavía dejar de pensar en ello. En lo que no nos invitaron a pensar en las clases de ética periodística. En lo que no nos dijeron que tendríamos que aprender a resolver.

***

***

Por lo demás, os diré sólo que esa noche, entre las cumbres del Atlas, tuve un sueño con banda sonora. Esa banda sonora (aunque lo parezca, esta vez no es un recurso literario, juro con la mano sobre todos mis libros sagrados que fue exactamente así) era la comparsa “Si no existiera el dinero”.

Os la dejo aquí para acabar porque su letra (del siempre grande Miguel Ángel García Argüez) es lo único que, de haber podido elegir, habría querido enviar al día siguiente a la agencia, acompañando los reveladores momentos magníficamente captados por el fotógrafo Zacarías García.

Las esperanzas, el honor, la dignidad, la confianza, el perdón, la libertad… qué poco importan ante el dinero.

No habría hecho falta decir más.

 

7 thoughts to “Imilchil: la henna y la tinta (o lo que no nos invitaron a pensar en las clases de ética del periodismo)”

  1. Pues me adhiero a el bananero, aunque con una precisión. La crónica me ha gustado mucho, pero ya sabes que yo soy muy de cuestionarme las formas y el futuro del periodismo, así que debo admitir que el post me ha cautivado más aún. Quizás algún día en las universidades se hable del método Casielles…

  2. la entrada y la crónica, son increíbles. hay tantos matices que creo que yo no hubiera sabido ver, que agradezco la óptica alejada de la dicotomía bueno-malo a la que estamos acostumbrados los que vivimos en occidente…

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