En el tiempo que llevo en este lío, una cierta visión de lo que hago se ha ido abriendo paso en mi cabeza: la de la política como arte de manejar las concesiones. Desde los primeros tímidos pasos en pequeños espacios, hasta lo que veo ahora en las “altas esferas”, la sensación es la misma: el reto permanente es el de ir construyendo un camino a través de fragilísimos puntos de encuentro.
Esto es quizá lo contrario a la idea que una puede tener de lo que sea la política cuando la mira desde fuera. Yo al menos, solía pensar más bien en términos de certezas. Hacer política como defender una identidad, hacer política como extender el convencimiento de un sueño de máximos, hacer política como defender el castillo de las esencias.
Y es que las certezas están muy bien para pensar, para escribir, para charlar en bares. Para construir el horizonte al que tender: el que marca las líneas rojas de las concesiones posibles, el que da la medida de por dónde debemos construir, el que es brújula moral de nuestra cotidianeidad más íntima.
El problema es que ideas de cómo debiera ser el mundo, todos tenemos una (por lo menos). Y “todos, todos, todos tenemos la razón”, como decían los Accidents Polipoètics. Así que, en cuanto nos juntamos, ya empezamos a tener que negociar y conceder. Y me temo que la política empieza, en realidad, cuando nos juntamos: la reflexión solitaria no deja de ser un género literario.
Así visto, resulta como mínimo soberbio pensar que sea la visión del mundo de una la que deba imperar. Intentar, al juntarse con otros en un proyecto político, que la resultante contenga todos y cada uno de los matices de la visión que se traía de casa no dejaría de ser una forma de totalitarismo.
Me hacían mucha gracia los titulares que sacaban muchos medios durante las negociaciones con el PSOE, o durante el proceso de confluencia con Izquierda Unida. Podemos renuncia a tal o cual cosa, decían ufanos día tras día.
Pero señores, me apetecía contestarles: ¿Cómo podria negociarse sin renuncias?
Cuando una llega a un lugar con sus certezas y sin flexibilidad para cambiarlas, lo que se produce no es una negociación, sino una guerra.
La bandera, el himno, la convicción sólida (esas cosas que se llevan en la maleta cuando se va a las guerras) son elementos muy legítimos en lo privado. Compañía útil para la vivencia, herramientas para la construcción de comunidad, metáforas dentro de la definición del horizonte que marca los porqués y los pordóndes.
Pero luego está el ejercicio de conjugar verdades. Matizar lo que separa, tirando de lo que une. Definir objetivos comunes y aprovechar todos los caminos por los que pueda llegarse a ellos.
Por supuesto, el juego está en tejer de tal modo el proceso que al final esté lo más cerca posible de tus máximos. Por supuesto, también a veces hay que romper la baraja e irse: no quiero decir en ningún caso que siempre y en todo caso se pueda y deba llegar a acuerdos. Pero sí que el proceso solo me parece legítimo si la disposicion a ceder también existe: igual que una conversación solo se produce de verdad si ambos están dispuestos a ser convencidos.
Yo también tengo una íntima verdad férrea, naturalmente que sí. Está hecha de palabras como “lucha de clases” y “patriarcado”, de alergia al poder, de desconfianza en la estructura, de idealismos libertarios, de optimismo antropológico, de confianza en los vínculos. Y por supuesto que a veces me genera contradicciones que el proyecto en el que participo no funcione como funciona en mi cabeza el mundo que desearía habitar. Y por supuesto que puedo echar de menos en el programa tal o cual cosa, considerar que estamos siendo torpes en esto, tibios en lo otro.
Pero es que la realidad entra, y mancha, y mete prisa, como una tromba arrolladora de dolores que deben ser paliados. Y la gran maquinaria que debe moverse para eso necesita de muchas manos y muchas voces. Y sería ingenuo querer que todas esa manos porten mi misma bandera, que todas esas voces canten mi misma canción.
Solo desde la posición cómoda de quien opina sin enfangarse, renunciar puede ser visto como un descrédito. Es muy sencillo defender lo deseable, y muy difícil hacerlo real.
Al final, nos encontramos con lo mismo de siempre: la necesidad de materializar.
Y con una dificultad esencial: la tozudez de todas nosotras, personitas que creemos saber mejor que nadie lo que necesita el mundo. Porque aferrarse a los máximos puede hacer que no nos movamos jamás.
Frente a eso, cada vez que nos vamos juntando se produce un pequeño nudo de generosidad. Dos primero, cuatro, doce, cientos. Vamos dejando caer capas de tozudez. Es del extraño entramado de abismos y matices, de encuentros, desencuentros, comprensiones, incomprensiones, orgullos y generosidades cruzadas, del que depende lo que seamos capaces de hacer.
En los escenarios de los dos primeros mítines de campaña se encarnaba una intuición: “Unidos Podemos” no es una forma de hablar. Si se aplaudía a rabiar esa foto que por fin reunía a tantos rostros necesarios, no era por la satisfacción pop de ver juntas a muchas estrellas. Era porque, en cierto modo, en ese encuentro se encarna el orgullo común de haber ido renunciando a orgullitos individuales.
Allí estaban Teresa e Íñigo, Alberto e Irene, Iglesias y Echenique, Ada y Ernest, Mónica y Joan. Cada uno de ellos lleva dentro su canción y su bandera, su red no intercambiable de matices, el sueño que le da las razones.
Pero todos ven, afuera, lo mismo: los dolores acuciantes, la urgencia de hacer. Y por eso.
En su encuentro, reconocemos nuestros cotidianos procesos de irnos entendiendo. Nos alegramos de nuestras concesiones, porque nos traen aquí.
Escuchando los discursos de Málaga y de Barcelona, oí dialectos distintos de un mismo idioma.
Y a mí, dejadme que os lo diga, me gusta que haya dialectos distintos, y me gusta que haya un idioma común: los primeros traen la riqueza de los matices; el segundo, la alegría de entenderse.
Se necesitan más puentes y menos orillas
Precioso texto, de lectura obligada para l@s que se plantean quedarse en casa el 26J porque Unidos Podemos se han dejado fuera esto o lo demás allá y han incluido esto otro y se han quedado cortos en tal cosa y se han pasado en otra y tal candidato o logo o lema no me convence. Todos tenemos nuestro partido perfecto en la cabeza, pero como no podemos presentarnos a las elecciones como partido unipersonal hay que pensar en colectivo, el bien común y en esta campaña he visto varios mitines tanto de IU, como de Podemos y actos conjuntos como Unidos Podemos y en todos me he sentido representado en lo principal, como bien explicas con dialectos distintos pero el mismo idioma.
Bravo.
Muchas gracias a los tres por los comentarios…
Viéndolo a toro pasado, sigo firmando todo lo que digo aquí. Seguimos.
Puentes, puentes, puentes: que lo demás son caminos rotos.