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ELECCIONES GENERALES, SEGUNDA VUELTA. DÍA -3 DE CAMPAÑA – Sala de máquinas

Si entras estos días en nuestra sede, sentirás que el tiempo se masca. El tiempo, ese amigo-enemigo que a veces se nos estira para que una semana parezca una década y a veces se nos encoge como queriendo agotar las posibilidades. Todo es tiempo, estos días. Tiempo que no llega, tiempo que hay que encasillar en calendarios, tiempo en una cuenta atrás llena de hitos.

Si entras estos días en nuestra sede oirás teclas, teclas, teclas. Teléfonos, teléfonos, teléfonos. A veces el barullo de conversaciones que suben de volumen y a veces apenas un zumbido de susurros entre mesa y mesa. Oirás crujir de plástico de comida en bolsa, latas que se abren, mecheros que hacen chsss en las ventanas. Oirás nombres que se gritan de sala a sala, oirás teles, oirás “¿¿quién coño tiene mi cargador??”

Bromeamos a menudo, ahora que la cuenta regresiva de los días que faltan para comenzar de nuevo se acelera, con que a los jefes deberíamos colgarles en sus despachos un cartel muy grande que diga: “tus ideas se tienen que materializar”.

En la contrarreloj enloquecida de la precampaña, nuestra sede es la sala de máquinas encargada de hacer corpóreo lo que se piensa.

Por eso, si entras en nuestra sede verás calendarios, bocetos, listas de tareas, croquis de ideas. Pizarras, cartulinas, rotuladores. Reuniones de equipo, reuniones inter-equipos, reuniones de a dos, reuniones de a tantos que para qué. Súplicas de reunión a los jefes para ok. Súplicas de no más reunión para poder avanzar.

Arriba, en la planta 7, junto a la sala de las ruedas de prensa, verás un cuarto que casi, casi echa humo. Allí están las chicas de producción, reinas del excel y las escenografías. Hablan por teléfono con auriculares para poder seguir tecleando: cuando entras en su espacio, parece que te hablan, pero no, y tampoco están hablando entre sí. Hablan con carpinteros y con iluminadores, hablan con agencias de viajes y con artistas, hablan con imprentas y con mensajeros. Se ponen muy duras, regañan a todo el mundo, amenazan con quedarse de brazos cruzados porque entonces nada podría salir. Pero lo cierto es que casi siempre tienen razón.

En la habitación contigua se junta a veces el equipo del candidato. Abandonamos nuestras mesas gremiales para poner en común lo que hace en cada ámbito que a Pablo se le vea, se le oiga, se le lleve de un sitio a otro, salga guapo en las fotos, esté brillante en los discursos, esté contento y descansado, esté a la hora donde tiene que estar. Si algo estamos aprendiendo es a cómo hacer cierta esa palabra de moda: interdisciplinariedad. Intentando cada uno estirar hacia su lado conseguimos casi siempre el necesario equilibrio entre demasiadas cosas imprescindibles. Entrevista por aquí, cartel por allá, spot por el otro lado. El pobre jefe obedece a un trajín de compromisos, en su extraña misión de parecerse a sí mismo pese a todos los focos.

Otras veces, nos podrás encontrar, divididos por tareas, más bien un par de plantas más abajo. Un par de plantas más abajo, según se entra atravesando la cocina, otra sala que no se para nunca.

Ahí estamos, por ejemplo, la gente de prensa, que también vivimos días intensos. Míranos: con nuestro pizarrón de cosas que todo el tiempo ocurren a la vez, con nuestros teléfonos que no paran jamás, con nuestras pilas de periódicos, con nuestra jerga de las teles. Ahí están unos haciendo cuadrar en grandes tablas todas las entrevistas en las que contaremos quiénes somos, otros pensando cómo meter a treinta periodistas en un autobús y que no nos pase nada, otros negociando espacios publicitarios como mercaderes persas. Cumplimos con nuestro tópico y a veces nos verás con una cerveza al lado. Cumplimos con nuestro tópico y nos verás gruñir y ser gruñidos demasiado a menudo.

A nuestro lado, en otra mesa corrida, el jovencísimo e hiperactivo equipo de redes prepara sus conversaciones, sus bromas, sus infografías. Con más pantallas que ojos, dicen palabras en inglés y siempre parecen estar jugando a cosas muy serias. Traducen a pocas palabras la complejidad, a imágenes certeras lo que las palabras no saben decir. Comen gominolas: lo digo muy en serio. Su arte es que el plan parezca natural.

Cerca también los parsimoniosos compañeros de audiovisual. Sí: sigo con los estereotipos, pero es que encajan. No van menos acelerados que el resto, pero se les nota menos. Cargan sus cámaras de fotos o de vídeo de lugar en lugar, descargan y montan y envían y no se dan ninguna importancia aunque están generando los imaginarios por los que se nos va a reconocer. A menudo se les ve maquinando en voz baja no se sabe qué guiones, mirando con las cabezas muy juntitas el desbrozado en minutos de sus cintas. Son la gente que más sonríe, en esta sala de máquinas.

En la mesa de al lado, Organización, trazando mapas, conociéndose los nombres de los artífices del lío en cada lugar. Participación, dándole vueltas a cómo integrar el conocimiento colectivo en el plan general.

La sala de al lado es un poco más silenciosa. Allí está Finanzas, cuadrando cifras, con la ingrata tarea de decir que no. Legal: porque todo ha de ser conforme a tantas normativas y burocracias que cualquier paso podría ser en falso. Diseño, en la batalla entre cuadrículas y belleza. Edición, puntos sobre las íes. Informática, intentando explicarnos que aunque lo parezca no pueden hacer exactamente magia. Ah, y toda esa gente de empeños diversos que no salen en los créditos: los multitarea y los específicos, los circunstanciales y los permanentes. Los chicos de la recepción y las compañeras de la limpieza. Todo un trajín, todo un trajín.

Luego está el pasillo de los despachos de la dirección. Pero, ¿sabéis? Estos días están vacíos. Andan por cualquiera de las otras mesas, supervisando. O en entrevistas, o en reuniones, o en viajes, o sabe Dios.

Estos días, pasado ya el tiempo de las decisiones, la sala de máquinas es el imperio de los técnicos.

Y no olvidemos las casas: filiales del huracán, con plannings en las paredes y móviles sonando que no dejan meterse en la ducha y lograr salir hacia la oficina. Es el pequeño sueño de cada día: “a lo mejor esta mañana puedo quedarme currando en pijama, porque al fin y al cabo así me cunde más”.

Tengo que decírtelo: si entras estos días en nuestra sede verás que a menudo hablamos por Telegram (esa aplicación parecida al whatsapp que usamos para trabajar) con gente sentada a cinco metros. Sí, así tenemos las cabezas.

Si entras estos días en nuestra sede, no te lo niego, verás discusiones. Quizá a voz en grito. En vivo o por teléfono. Abrazos también, pero muchos agobios. Llantos, a veces. Incomprensiones mutuas, muchas; tensiones, todas. Es normal. Al fin y al cabo en esta sala de máquinas sentimos que tenemos encima mucha responsabilidad. El peso de algo que tiene que salir bien. Y somos mucha gente, con necesidades cruzadas e historias comunes que se vuelven cada vez más complejas. Si entras estos días en nuestra sede nos verás agotados, despeinados, nerviosos, con los tacones por el suelo y las manos enredadas en un lío de cables y teclados.

No es, no podría ser, una imagen idílica. Las salas de máquinas siempre son sucias, ruidosas. Hay hollín y ceniza. En ellas la vida mancha, son el exacto reverso de los pulcros carteles y las sonrisas candidatables. Pero en ellas se produce la extraña alquimia entre la piedra polvorienta y el diamante.

Faltan tres días para empezar y las calderas están a fuego.

Esto es lo que hacemos.

Lo que ves, lo que veas, sale (también) de ahí.

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