En medio de la vorágine de las negociaciones, las entrevistas y los inciertos cortoplazos, me escapé tres días a Marruecos. Insólito hasta para mí. Tenía una cita cerrada hace más de un año para participar en el encuentro de celebración del cincuentenario de Souffles, una revista de poesía y política sobre la que hace algún tiempo me dediqué a investigar.
Antes de irme, no quería irme. Me decía un amigo que era como la rana de la fábula, que metida en una olla de agua que se va calentando progresivamente, cuando hierve ya está tan cómoda dentro de la sopa burbujeante que ni aunque se esté escaldando quiere salir. Me parecía dramático alejarme de mis obligaciones siquiera por tres días.
Cuando no estamos en un lugar, nos parece que no existe. Incluso cuando estamos, nos cuesta creer que vaya a seguir existiendo (sus calles, sus vidas cruzadas, sus temporales) cuando nos hayamos ido.
Yo estaba aquí y Rabat no existía. El lugar que fue el escenario de mi vida durante un tiempo crucial era en mi cabeza una ficción o un sueño. Era jueves por la tarde y los equipos de negociación de Podemos y del PSOE se reunían para ver cómo seguir avanzando en este camino de obstáculos. Como cada día correteábamos entre cámaras y apretadas agendas, aceleradas ranas en la olla hirviendo.
Cuando, horas más tarde, esperaba el tren en la estación de Casablanca, lo que no existía eran esas mesas de negociación.
Dice un poema de David Eloy Rodríguez: “La poesía vista desde el espacio se ve chiquitita / (…) Los veredictos, tu currículum, el presidente… no se ven”. Read More