Porque creemos aun en el modo en que unas cosas llevan a las otras, en el juego ese de causas y consecuencias, tenemos claro por dónde queremos empezar nuestro relato de lo que está pasando en Marruecos: una mañana de febrero, una serie de gente salió a la calle y echó a andar. Lo que ocurrió después, lo que ocurre aun, debe entenderse desprendiéndolo de eso.
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(No viene mal el día para este capítulo de caminares: nuestros propios paseos revolucionarios de ayer podrán quizá despertar la empatía, apoyar la comprensión. Al final, todos, aquí y allá, estamos andando calles para lo mismo. Casi lo mismo).
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El relato debería empezar, parece claro entre la confusión, por dar de un modo u otro reflejo de lo que se ve. ¿Y qué es lo que se ve? Por una vez, fíense de la prensa: se ve gente en la calle. Se ven marchas. Pancartas. Manifestaciones A veces gritos libres, a veces gritos de dolor.
No pondremos fotos, porque esto es una foto. Dejamos el análisis, las razones, los hilados, para próximas entregas. Aquí sólo estamos abriendo una ventana que da a la calle.
La calle: un tira y afloja entre la palabra desatada de la gente y el violento silencio impuesto por las fuerzas del orden.
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Empecemos entonces por una panorámica, una breve cronología de esta estación revolucionaria que sería en Marruecos más que de jazmines o buganvillas una primavera de las mimosas: árbol cuyas flores tímidas brotan en varias direcciones y constantemente, sin que pueda saberse nunca si han salido o no del todo, y cuyas hojas se cierran sobre sí mismas -aunque sin morir- cuando son rozadas por una mano extraña, con una vegetal prudencia que les permite seguir viviendo.
Pero que acaba, con todo, por teñir de amarillo las calles enteras, de pronto, una mañana, sin que se sepa apenas cómo ha ocurrido.
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El 20 de febrero, en lo que parecía entonces una inercia eufórica que iba sumando países a la estela que había dejado la subida de Túnez hacia el empoderamiento popular, las calles marroquíes fueron tomadas, por primera vez en décadas, por manifestaciones masivas que, en las distintas ciudades, mostraban su apoyo a los pueblos en rebeldía y empezaban a intuir, en consignas y pancartas, tímidas propuestas de lo que en los meses siguientes habría de convertirse en todo un plan de quejas a su propio régimen.
Detrás de la iniciativa estaba un grupo de jóvenes activistas, procedentes de distintos dominios de militancia o repentinamente concienciados por las noticias de los países vecinos, que serían denominados en adelante por el día de su primera salida a las calles: “movimiento 20 de febrero”. Fuera por genuina convicción ideológica o convencidos por ese “tenéis que ser los siguientes” que parecía decirles a todas horas la televisión, el caso es que se juntaron y lo hicieron.
Este debut revolucionario fue tranquilo en las grandes ciudades, donde las avenidas se llenaban de familias casi de paseo, perfectamente respetadas por los agentes y militares. No ocurrió nada de lo que se temía, no apareció ninguno de los cocos con los que los conservadores prevenían de los riesgos de la revolución tratando de disuadir a la gente de unirse a ella: ni se la apropiaron los islamistas, ni hubo violencia por parte de las fuerzas del orden, ni disturbios provocados por los manifestantes. Las familias recibían vasitos de agua de manos de la policía.
(Fuera de Rabat, sin embargo, lejos de los flashes de los corresponsales extranjeros y los focos de la televisión, las cosas no eran exactamente así, según comenzamos a saber días más tarde. En las zonas rurales y ciudades pequeñas, sobre todo del norte, la situación no era exactamente la misma: la muerte de 5 personas en circunstancias nunca del todo aclaradas en Alhucemas y confusos episodios de violencia en Larache, Tánger, Fez y Marrakech dieron medida de lo que podría ocurrir en adelante).
Pero la primera salida a las calles pudo, pese a todo, ser considerada un éxito.
Motivado por ello, el movimiento decidió convocar una manifestación masiva cada mes, siempre el domingo más cercano al día 20. El incendio se extendió de boca en boca y de ciudad en ciudad: en las últimas convocatorias, ya eran 111 las localidades movilizadas en todo el país.
Así, el 20 marzo tuvo lugar la segunda movilización masiva. Dos semanas antes, el rey Mohamed VI había dado un discurso planteando una serie de reformas (sobre el que el gato maullará largo y tendido en próximas entregas) y prohibido en consecuencia toda manifestación, pero a los activistas les dio igual. Una semana antes, una concentración ante el Parlamento había sido objeto, en Rabat, de una violenta represión y una serie de detenciones, pero también les dio igual. Lejos de amedrentarse, el 20 de marzo salieron a la calle calientes.
Porque, represión aparte, habían estado pasando otras cosas. El discurso del rey no había sido satisfactorio, apuntando a un cambio descafeinado y meramente cosmético. La propaganda oficial desprestigiaba al movimiento con estrategias diversas. Y algunos llevaban su desesperación a las máximas consecuencias: a finales de febrero, en Suk Sebt, al norte del país, una joven de 20 años llamada Fadua Larui se había suicidado inmolándose. La razón, que se le acabara de negar una ayuda a la vivienda por ser madre soltera. O, mejor dicho, todo el cúmulo de circunstancias del que esta no era sino la gota que colmó el vaso: el repudio, la pobreza, la discriminación, la necesidad de mendigar, la absoluta falta de apoyos y de posibilidad de mejorar su condición. (La suya no había sido, por lo demás, la única inmolación de la temporada: en diversos puntos del país, varios hombres intentaban en esos mismos días darse muerte del mismo modo, siguiendo el triste pero eficaz ejemplo del mártir tunecino Buazizi).
El caso es que el 20 de marzo los manifestantes no se vinieron abajo y celebraron su aniversario revolucionando volviendo a caminar por unas y otras ciudades. El gato y yo fue la primera manifestación que vimos (febrero nos había pillado descansando en España). Nos sorprendió, nuestro primer contacto con las concentraciones “a la marroquí”. Había vendedores de chucherías en los márgenes de la marcha y gente que se desmarcaba de tanto en tanto para arrodillarse en algún cesped y rezar, haciendo sonar letanías entre las consignas. Había señoras sentadas en los parterres, con sus pancartas bajo el brazo, y grupos disgregados que de pronto se daben la vuelta y caminaban en sentido contrario a la cabeza de la manifestación. Un tipo sobre un furgón gritaba que la plaza del cine sería desde ahora la Plaza Tahrir de Marruecos: sin éxito, nadie le hacía el menor caso. Consignas de “Alá es grande” se mezclaban con otras que pedían laicidad. Las chicas con las chicas, los chicos con los chicos. Y más allá de eso, sorprendente poca presencia de mujeres en las filas de los militantes; y sorprendente que parecía haber, en proporción, más mujeres veladas que descubiertas.
Aunque sólo unos días antes habían llovido porras y golpes, esa mañana fue tranquila. En Rabat se veía tan poca policía que sólo cabía pensar que uno de cada dos o tres manifestantes tenía que ser un secreta (porque que no hubiera de verdad policía…eso no se lo creía nadie).
“Queremos más igualdad y menos corrupción”, “no al cúmulo de fortuna y poder”, “por un rey que reine pero no gobierne”. Y luego las grandes palabras: dignidad, libertad, justicia. El 20 de marzo se fue dejando vivir.
El 24 de abril no fue muy distinto, aunque contó con dos novedades: la presencia cada vez mayor de islamistas entre los manifestantes y el hecho de que se celebrara no en el centro de la ciudad sino en un barrio popular, logrando sacar así también a las calles a las gentes de clase más baja, que hasta entonces se mantenían más alejadas del movimiento, al que consideraban elitista.
Pero es, ya sabemos, en los intersticios del tiempo donde ocurren buena parte de las cosas más importantes. Además de estas manifestaciones masivas y convocadas de manera más o menos organizada y centralizada en el movimiento 20 de febrero, la consecuencia de esta primavera contagiosa fue que todo el que tenía algo por lo que protestar se fue animando a hacerlo, y a salir a pisar adoquines portando sus reclamaciones. De los médicos a los parados, de los bereberes a los islamistas: durante un par de meses, era raro el día en que al salir de casa una no se encontraba una marcha de tal o cual signo cruzando la calle de camino al palacio o el Parlamento.
El propio movimiento, a su vez, tomó una dinámica parecida. Como no queriendo dejar que nadie olvidara que ahí estaban, los jóvenes del 20 del febrero empezaron a llenar también los huecos entre 20 y 20 con multitud de propuestas variadas y llamativas. Aparte de las manifestaciones clásicas, comenzaron a convocar iniciativas como donaciones de sangre bajo el signo de su movimiento, repartos de flores o un inesperado freeze en la calle principal de Rabat.
Fue una de esas actividades de tono en principio más lúdico e inocente la que vino a cambiar el clima de las calles.El 15 de mayo se organizó un picnic de protesta ante el lugar en el que, se supone, se encuentra en la ciudad de Temara, cerca de Rabat, un centro de detención ilegal y tortura. Esta acción marcó la frontera de lo que el régimen está dispuesto a tolerar. Parece que ahí se había tocado algo intocable. Fue reprimida con violencia. Con mucha, mucha violencia. Dieciséis de los manifestantes acabaron en el hospital, y el precedente quedó sentado para todas las movilizaciones que siguieron.
El 22 de mayo, el 28, el 29…: en cada nueva ocasión, las calles fueron tomadas casi por tantos efectivos del orden como manifestantes, y estos fueron perseguidos a la carrera por las ciudades y apaleados a plena luz de la tarde, según denunciaron varios activistas y corroboró un informe de Amnistía Internacional. En las grandes arterias de las ciudades se impedía caminar juntas a más de dos o tres personas, se sucedían los arrestos. El Estado había decidido marcar claramente los límites, y se había embarcado en una política de tolerancia cero a todo lo que cuestionara las instancias de poder y sus designios.
Las manifestaciones siguieron, pero en un marco cada vez más hostil, y con cada vez peores consecuencias.
El 2 de junio, en la ciudad de Safi, en el sur del país, murió Kamal Ammari, activista, treinta años. Golpes en el pecho y en la cabeza recibidos durante la concentración del fin de semana anterior se complicaron porque no fue al hospital. No fue al hospital por lo mismo que muchos otros heridos en manifestaciones no van tampoco: porque los ficharía la policía. El caso es que murió. Su funeral se convirtió en un acto de conciencia, al que acudieron multitudes y acabó por convertirse en una manifestación en sí mismo. Las mujeres desafiaban la tradición y se unían al cortejo de las exequias. Los hombres cambiaban los rezos de despedida por los gritos de rabia.
Desde entonces, la situación no ha mejorado. Las concentraciones que se convocan apenas pueden tener lugar: la policía las disuelve sin darles apenas tiempo a formarse. El pasado fin de semana, después del discurso del acicalado rey, las fuerzas del orden encontraron incluso un apoyo espontáneo: el de las contramanifestaciones de marroquíes pro-Mohamed VI que salieron al encuentro de los subversivos para decirles a su manera lo que piensan de las reivindicaciones.
No son buenos tiempos para la calle. Ya no.
Pero, insisten los que gritan: la calle no se calla. Tampoco aquí.
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En una conferencia en algún momento en medio de toda esta vorágine, escuchamos decir al dramaturgo tunecino Fadhel Jaïbi: “Je ne sais pas ce que ça veut dire je m’engage. Mais maintenant je sais bien ce que veut dire dégage“. (“No sé qué quiere decir me comprometo. Pero ahora sé bien lo que quiere decir lárgate“, sería la cosa en español, mucho menos lucida).
“Dégage”, “Lárgate”: uno de los eslóganes que hemos aprendido esta primavera. En Marruecos se aplica también la humilde postura de Jaïbi. Sepa o no qué significado darle a su propio compromiso, la gente ha abierto esta misma ventana que hoy os ofrecemos, y ha mirado qué pasaba fuera.
Y podrán saber o no, por ahora, lo que significa o puede significar este movimiento, pero sin duda saben que se demuestra andando.
Por las calles.
El gato es muy necesario. Voy a pasarte ese guión que nunca te pasé para que lo asesores.
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