(Reseña publicada en el portal Tendencias21 el 29 de octubre de 2014).
En los mitos fundacionales de casi todas las culturas hay un hecho inicial más o menos común, que es el momento en el que un dios (o tal vez un equipo bien avenido de dioses) pone orden en lo que hay y da así comienzo al mundo. Lo que era una amalgama informe de tierras y aguas, de fuerzas y luces, se encauza: cada cosa recibe un nombre, un lugar donde quedarse, una ocupación. A partir de ahí, se entiende, puede comenzar cabalmente la vida.
La visión que compartimos hoy sobre el comienzo del mundo es, sin embargo, casi radicalmente opuesta. Con las gafas científicas propias de nuestro tiempo, creemos en eso que se ha dado en llamar Big Bang. Según esa mirada, el mundo comienza cuando llega el desorden. La perfecta bolita de fuego quieta en su soledad oscura de vacío sin tiempo, estalla, nadie sabe por qué azar de partículas. Crece y crece en un rapidísimo tejido abstracto en que cada nudo de desorden es una línea de fuga que lleva a nuevas posibilidades, a planetas y meteoros y constelaciones. El resultado, lo conocemos: nosotros, aquí, así. Un largo viaje de desórdenes encadenados nos ha traído hasta este día.
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