“En el centro del Tao, el Centro de Interpretación del Tao;
pero en el centro del Centro de Interpretación del Tao, ni gota de Tao”
(T.S. Norio)
Siempre he sido bastante fan de las teorías que mantienen que determinados lugares desprenden una energía especial, alguna clase de mágica atracción, que es la que hace que, siglo tras siglo, época tras época, diferentes pueblos asienten allí sus ciudades, adoren allí a sus dioses, instalen allí mercados o palacios. En ellos, los habitantes tienen sueños peculiares, se producen hechos insospechados, se sienten cosas.
Algunas veces, hablando de ello con gente, hemos tratado de desarrollar teorías. “Habrá corrientes subterráneas de agua”, “habrá alineaciones especiales de estrellas”, “habrá imantaciones o fallas tectónicas o pasos de meridianos”. “Será que la acumulación de las energías a lo largo del tiempo ha generado un campo de fuerzas que se ha quedado ahí flotandoy por eso pasan cosas así”.
Qué sé yo, especulamos así, nos gusta.
El caso es que, llamadme mística, me ha vuelto a ocurrir.
La semana pasada, siguiendo las huellas de una protesta, llegué a la ciudad de Larache, la que a lo largo de las décadas ha sido llamado “perla del Atlántico”, “joya de África”, epítetos variados que cantaran la bondad de sus gentes, la belleza de sus plazas, el azul de su mar. Junto a la ciudad se encuentra el yacimiento de Lixus, que es lo que me llevaba allí.
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