PRÓLOGO:
Imagináos un médico que tras cada curación dijera: “bueno, ya está hecho, este hombre va a morir”. Un arquitecto que rubricara sus tejados gritando: “¡venga, listo para caerse!”. Un profesor de matemáticas satisfecho con enseñar a sus alumnos tablas erróneas de multiplicar.
Hay un oficio, sin embargo, supuestamente recopilador de las palabras que cuentan con verdad, en el que cotidianamente se pide a la conciencia acabar la jornada diciendo: “ummmm, esto no era exactamente así, así que seguramente lo he hecho bien”.
No me malinterpreten, no estoy quejándome, que diría el otro. No me digan que esas son las reglas del juego, no me las expliquen, sobre todo no me las expliquen otra vez, por favor, que ya las entendí -en fin, no son tan complicadas-.
Lo que pasa es que, ¿sabéis que pienso? Que hay dos oficios distintos, muy distintos, a los que erróneamente se les da el mismo nombre, ese que tenemos que poner los de mi oficina en la casilla “profesión” de los formularios. Uno es ese que tiene más de activista y de orfebre y de hilador y de enfermero y de estudiante y de cartero que separa con cuidado las cartas de los presos para llevarlas antes. El otro, aquel que se parece más al de publicista y al de pregonero y al de comerciante y al de emisario del rey. Sin acritud, sin acritud: simplemente digo que son cosas distintas. Se me ocurre que igual el problema, ya os digo, pueda ser que por ahora, por un error parecido a los que cometen los biólogos cuando tardan en diferenciar con nombres latinos dos ramas de una especie que la evolución ya diferenció hace siglos, se siguen llamando igual. (Para más sobre estas preocupaciones, leí estos días un artículo que, una vez más…)
Eso: que se siguen llamando igual, y los principiantes como yo corremos el riesgo de equivocarnos. Y postular para uno cuando pretendíamos postular para el otro.
Como si uno quisiera ser justiciero y se hiciera juez. Como si uno quisiera ser maestro y se viera de pronto investido contramaestre.
(FIN DEL PRÓLOGO)