Algunos días, el precio de los billetes, los imprevistos o las necesidades extra de la avanzadilla hacen que el equipo se divida. Esos días, el candidato viaja con el equipo más-mínimo-imposible, y los demás nos adelantamos con el equipo técnico. Esos duendes invisibles sin los cuales nada.
Así por ejemplo el martes, con la resaca alegre del debate. De la tele corrimos a casa. A las dos de la mañana reuní las fuerzas para componer una maleta en un ejercicio de escasa lucidez cuyas consecuencias sufro cada mañana al abrir un exiguo neceser. Me metí en la cama con el insomnio particular de las noches en que el despertador avisa de que vas a dormir algo así como una siesta larga. Cuatro horas y media más tarde estábamos en Barajas, desperezándonos ante el control de seguridad.
Viajar sin el jefe es muy distinto. Básicamente es viajar normal. Algo que, ahora, resulta raro.
Se camina por el aeropuerto deprisa, sin paradas para selfies. Nadie nos mira. Nadie sabe quién somos. Podemos escuchar conversaciones sobre nosotros en las mesas vecinas. Podemos deambular por la ciudad. Podemos desplegar nuestros ordenadores en una terraza de una plaza, engancharnos a algún wifi y quedarnos trabajando al sol. Bajamos la guardia.
Cuando viajamos con el jefe entendemos todo lo que se pierde el jefe. Tantas cosas que ya no puede hacer.
(Lo que más me dolería, si fuera él, sería lo de no poder caminar a solas por la calle).
Cuando viajamos sin el jefe, vivimos la cara be. El trabajo resulta muy distinto. En vez de la tensión permanente de los focos, la no menos permanente tensión de las bambalinas. Viendo montar el escenario en el estadio Palma Arena recordé la plaza de Djemaa El Fna de Marrakech: esa en la que cada día se montan y desmontan los puestos de comida y de historias que forman su paisaje más reconocible. La labor de nuestra gente en los espacios de los actos es la misma que la de esos marroquíes que me parecieron magos: construir un mundo donde no hay nada. Una y otra vez cada noche, extrañas Penélopes de los altavoces y la escenografia.
Y aprendemos también una pregunta nueva, una forma de inquietud a la que no estamos acostumbrados. La que late en el aire mientras se mueven cajas, se alinean sillas, se elevan estructuras, y se mira hacia la grada: “Uf…. Son seis mil personas… ¿De verdad creéis que llenaremos?” Nosotros solemos llegar en el momento de la adrenalina, con el público ya sentado y de nuevo en pie, el momento de los gritos de “sí se puede”, la multitd alegre, el “aforo completo”.
Cuando viajas sin jefe te haces más consciente de que todo eso no se monta solo. Y de todo lo que podría salir mal.
Cuando viajas sin el jefe conoces mejor a los equipos locales, descubres cuántos oficios diversos hay detrás de un mitin de hora y media. Cuadrillas de madrugadores para el sonido, para la luz, para las lonas, para las puertas, para los caterings, para las mesas de los ordenadores y las tarimas de las cámaras.
Cuando viajo sin el jefe, yo en concreto puedo escaparme a mediodia, ir al centro de la ciudad, ver el mar (esta vez sí), comer caliente y con una caña. No sin algo de culpa, aunque sé que mis obligaciones empiezan luego, porque mientras me tomo ese pequeño descanso, en el estadio sigue el frenesí. Cuando llego ya se han montado los puestos de merchandising, las vallas que marcan el camino, los cartelitos de quién se sienta dónde.
Sigue en el aire la misma pregunta: “¿Cómo está la calle? ¿Hay gente? ¿De verdad creéis que llenaremos?”
Y una nueva: “¿Alguien sabe algo del equipo de Pablo? ¿Ya han salido? ¿Van en hora?”
Y no, no van en hora, claro que no. Cuando viajas sin el jefe entiendes esa otra forma de nerviosismo, la del otro lado.
Y puedes salir a la calle y ver crecer la cola. Ver que la cola da la vuelta a la manzana. Ver cómo entra la gente, cómo se instala. Cuando viajas sin el jefe vives la espera.
Y la espera impaciente, el aviso por los altavoces de que vamos un poco tarde, pero vamos: el avión acaba de aterrizar.
Cuando viajas sin el jefe ves cómo la sala se va llenando, llenando, mientras desciende el tiempo que falta para que llegue el coche, y se llena más, más, y el tiempo baja, baja, y…
Cuando viajas sin el jefe no vas en medio de la multitud, sino que la ves abrirse para dejar pasar, como hormiguitas, al pequeño grupo que, recién llegado, intenta acercarse al escenario. Lo ves desde arriba, como en un terrario, personitas que se mueven como en una ola emocionada. Y, en pleno momento de adrenalina, con los fotógrafos disparando sin parar desde la tarima mientras la comitiva ya se acerca ,se acerca, y los gritos suben, y la música sigue, y los aplausos cantan, alguien te susurra: “Joder, no te lo vas a creer. Lo hemos vuelto a hacer. Hemos llenado y hay como mil personas que se han quedado fuera”.
Cuando viajas sin el jefe, ves el proceso por el que la foto de arriba se convierte en la foto de abajo.
Y piensas que es igual, igualito de sorprendente y admirable, que lo que veías en la plaza de Djemaa El Fna.
(Foto inferior: Dani Gago)
Un placer descubrirte a ti y a tu poesía.
Muchas gracias Carlos, ¡me alegra que te interese lo que hago!
Pobre jefe…
Ya ves…