Antes de venir era una intuición, y después de quince día aquí es una constatación: el hastío es uno de los jugadores en esta partida. Yo lo pensaba, la verdad: “si fuera catalana, llegaría algo harta a estas elecciones”. Aburrida, porque los debates enconados que impiden hablar en serio son de un gris agotador. Imaginaba como se tendría que sentir alguien que lleva años escuchando hablar en unos términos que no son los de su día a día pero que, sin embargo, algunos han sabido disfrazar de esenciales.
El nacionalismo genera distorsiones curiosas. Sobre la mas que respetable base de un sentimiento (que, en tanto tal, hay quien tiene y hay quien no) se erigen construcciones a menudo tramposas. Se deja fuera del debate todo lo que no se ajuste a ese marco, se dejan para luego preguntas que en toda lógica deberían ir antes. Extraños matrimonios, curiosas prioridades. Imaginaba como se tendría que sentir alguien que intentara colocar sobre la mesa otros debates, alguien que quisiera situar en la primera fila consensos sin los cuales no se puede construir ningún país: ni uno ni otro.
Escribía el otro día Sofía Castañón que cuando uno dice “me da igual”, no quiere decir que le dé lo mismo una que otra de las opciones en liza, sino más bien que no reconoce la dicotomía. “Me da lo mismo” significa “si hablamos en estos términos, ni lo intento”.
Si esto ocurre, siempre es un triunfo para alguien. Quien logra llevar la pregunta al terreno en el que tiene la respuesta, al terreno en el que gana, está dejando en la cuneta muchas cosas. Muchas cosas de las que sería fundamental hablar.
Las elecciones de este domingo se presentan como decisivas: “el voto de tu vida”, la sensación de que se decide sobre lo esencial. En cierto modo es cierto, pero quizá no en el sentido en el que se está diciendo. Se dice que se decide algo muy importante: quedarse en un país o convertirse en un país nuevo. No es poca cosa. Pero, además, el reverso no es menos decisivo: se está votando o no si se legitima que en nombre del debate de la dependencia se dejen de lado otras cuestiones. Ese sí que es el voto de la vida de muchos: lo que ocurra tras el paso por las urnas generará una realidad que de manera casi automática se convertirá en verdad no por construida menos difícil de cuestionar. Y lo más curioso en este panorama catalán es que, muy probablemente, que esa realidad se enraice en el “sí” o se enraice en el “no” no supondrá una gran diferencia en la vida cotidiana de quienes habitan el país que decide. El sentimiento de pertenencia tiene caducidad: no sé si el orgullo nacional aguanta, al cabo, tantos carros, tantas carretas. No puedo evitar la sensación de que, en este caso, la ilusión del cambio se sustenta en la falacia de que cambiarle el nombre al país cambiaría su realidad. Es una promesa con pies de barro.
Por eso, imaginaba y he constatado que hay mucha gente en Cataluña diciendo: “yo ya paso”. Mucha gente que se da cuenta de que la conversación se ha desplazado a donde interesa a algunos, y que, vistos los dos bandos, dice: “me da lo mismo”. No me extraña, pero es un problema grave. Que el desencanto haya triunfado justo ahora lo deja todo muy fácil para quienes solo persiguen su propio interés. Desmovilizar, desinteresar, aburrir, es el golpe perfecto. Y genera, al mismo tiempo, una fuerte paradoja.
Porque es una paradoja que mucha gente diga “me da lo mismo” en una campaña que se presenta como “la del voto de tu vida”. No parece difícil ver la bofetada a la democracia que supone que el relato de consenso sobre una decisión radical pueda asentarse sobre los cimientos del desencanto.
Por eso, parece sensato zarandear. Parece sensato decir: “claro que no te da lo mismo”. Decir: “si te han aburrido, han ganado”. Decir: “no admitas que el debate te haya dejado fuera”.
La gente sabemos por qué votamos. Y votamos por cosas de lo más variado: hay quien lo hace por símbolos, y quien lo hace para mantener sus privilegios y quien lo hace por un sentimiento y quien lo hace porque lo hacía su padre y quien lo hace por cabreo y quien lo hace por valentía y quien lo hace por miedo. Pero tengo la sensación de que, en las ocasiones en que realmente importa, votamos por intuiciones de cosas que podrían mejorar en nuestra propia vida. O no empeorar, al menos. Son esos, creo, los momentos en los que no se coge la papeleta que cabría esperar. Esas veces en las que se ponen en cuarentena los símbolos y los egoísmos y las tradiciones familiares y se dice: “al carajo, esta vez arriesgo”. Esa es la verdadera ruptura, y no la de un sí o un no. Hay un voto que es un voto de confianza. Rendirse al desencanto es un lujo que cabe permitirse. El desencanto es un peligro disfrazado de tranquilidad, y asumirlo, eso sí que es creerse lo que no cabe creerse.
Esto, por supuesto, también tiene su envés. Es delicadísimo tocar la tecla de la ilusión en el reino del desencanto. ¿Qué se puede prometer a quien tiene sobrados motivos para no creerse nada? ¿Cómo se rompe un “me da lo mismo”? ¿Cómo se mira a los ojos de quien empieza a pensar “tal vez” pero lleva una nota al pie que dice “si me fallas de nuevo, me habrás roto”?
Solo se me ocurre una manera. Que es decir: que no te ganen con un órdago. No les des la victoria sin jugar. La partida está caliente y lo que se apuesta es tu vida, así que ni de coña da lo mismo.
(Foto: Flickr Catalunya Si Que Es Pot, Georgie Uris)