(Artículo publicado el día 4 de noviembre en el portal de información sobre la vida árabe AISH, en la sección quincenal Decirlo en verso).
«En una región largo tiempo dominada por regímenes autoritarios, la poesía es para la gente un modo de expresar sus esperanzas, sueños y frustraciones. Los poetas devienen historiadores, periodistas, animadores, e incluso revolucionarios». Con esta premisa se presenta Poets of protest (‘Poetas de protesta’), una serie de seis documentales —centrados cada uno en un autor de diferentes nacionalidad y circunstancias— emitida por la versión en inglés del canal Al-Yazira el pasado septiembre dentro de la programación de su espacio Artscape.
Las revueltas árabes volvieron a poner en duda aquello que el músico radical estadounidense Gil Scott Heron había dicho en los 60: «La revolución no será televisada». Si se repasan los acontecimientos de la región a lo largo del 2011, puede dudarse que fueran una revolución, pero no cabe duda de que sí se televisaron. Y, como la gente que tomaba las calles empezó a emplear la poesía como una forma de expresar sus mensajes, entonando versos de autores clásicos y contemporáneos como un eslogan más en las manifestaciones, solo era cuestión de tiempo que también la poesía fuese televisada; porque, como también señala la presentación de la serie, en la cultura árabe este arte ha sido «un entretenimiento de masas» a lo largo de toda la Historia, y el momento actual no es una excepción.
De la figura del poeta cuyos versos salen a la calle, en estos documentales sirve de ejemplo el escritor al que muchos en Egipto se refieren como Tío Ahmed. «Cuando la gente empezó a sentir que tenían algo que expresar, lo hicieron usando las palabras de Ahmad Fuad Negm. Era la voz de la revolución». Un poeta irreverente contra los poderes humanos y también contra los divinos, a los que los rigoristas religiosos creen que puede ofender su habla llena de blasfemias y palabras que son tabú en la sociedad egipcia. Pero es que a él su madre le aconsejó, ya de niño: «Nunca sujetes tu lengua, Dios no te la dio para que te la muerdas». Ahmed le hizo caso y el precio fueron 18 años en prisión. Pero durante ese encierro descubrió la poesía, que le ha servido desde entonces para encauzar eso que sigue sin querer callarse: «Mi pueblo me construyó una patria / pero los cimientos se perdieron». Ahora, a los 83 años, encuentra en las revueltas organizadas por los jóvenes un frente perfecto en el que alistarse, versos mediante: «El hombre valiente es valiente / El cobarde actúa cobardemente / Vamos, los valientes, / a la plaza con la gente», reza uno de sus poemas, repetido hasta la saciedad en pintadas y eslóganes. «Las palabras de Negm están en todas partes y la gente las sigue». Él dice: «el trabajo del poeta es hacer despertar».
De quienes, despiertos ya, lo cantan en las calles, podría ser paradigmática su propia hija, que protagoniza a su lado el reportaje. Con la cabeza cubierta pero fumadora, risueña pero furiosa, se ata una cinta con versos coránicos en torno a la frente a modo de un pañuelo ninja y dice sentirse una persona distinta desde que veinticinco hombres le propinaron, hace algunos meses, una paliza mientras insultaban a su padre. El poeta se enteró de la agresión por las noticias y conviertió a la joven, que «es una bomba de relojería», en versos tan precisos como ese tictac: «Nawara, hija de hoy, / cruza el umbral hacia un nuevo día». En la muchacha, dice, lo militar de las maneras no logra esconder la ternura. Igual que, en algunos de sus poemas, lo tierno de las maneras no logra esconder el ataque: «Las plañideras lloran / por el destino de la vaca que lucha / La vaca tiene leche / un galón de leche / pero se la ha robado / la gente de su propia casa».
Igual que en la suya, en la vida de buena parte de los poetas retratados en esta serie, la militancia no se ha reducido a lo que cabe plasmar en la poesía. Es el caso de Al-Jadra, saharaui de origen beduino y nómada, que vive hoy en el campo de refugiados de Tinduf, en Argelia. Como no sabe escribir, esta poeta curtida en la tradición oral de los pastores del desierto «prepara el poema» y luego le pide a alguien que lo anote. Lo hace así desde que era niña, cuando aprendió el oficio compartiendo las reuniones en las que los mayores recitaban poemas, cantaban y contaban historias: «Nadie me enseñó cómo ser poeta, nadie me dijo: “esto se hace así”. La poesía es un alivio para el alma». Sus versos tienen, prácticamente, un solo tema: el testimonio de las tres últimas décadas de la historia de su pueblo, desde la anexión del Sáhara Occidental a Marruecos en 1975, que marcó para ella un radical cambio de vida. «Caminé dentro del tanque / bajo la sombra de un árbol (…) El tanque trajo armas a mi pueblo / Comenzó a avanzar / Conocía el significado de la lucha / Despejar / defender / y atacar».
En esa lucha, para ella, es central el papel de las mujeres, que, según cuenta, asumieron todo el peso de la comunidad cuando los hombres partieron a la guerra: «No hay nada que las mujeres saharauis no hayan hecho por la revolución. Cualquier trabajo que hicieran los hombres, ellas lo asumieron. Todo lo que se construyó aquí lo hicieron ellas, compartiendo responsabilidades (…) Y por la noche, cuando estábamos solas y sin hombres, hacíamos guardias por turnos para protegernos las unas a las otras». Aún hoy, muchas de ellas siguen siendo la voz y el rostro más visible de la causa saharaui, como su propia nieta, la cantante Aziza Brahim, que ha puesto música y voz a algunos de sus poemas, de los que opina que «han sido decisivos para la lucha del pueblo saharaui, porque han sabido plasmar todo su sufrimiento». A su generación, la anciana Al-Jadra quiere transmitirle, a través de la palabra, la esperanza de un tiempo mejor y la voluntad para alcanzarlo: «Mi lección para vosotros/ mis hijos e hijas / es que alcéis vuestras cabezas (…) / y no tengáis miedo / y no seáis avaros».
También el libanés Yahyia Yáber ha pasado su vida oscilando entre la lucha con la palabra y la lucha con las armas. Las conoció a la vez, a los catorce años, cuando comenzó «su vida como luchador político y poeta» movido «por una combinación del amor, la guerra y la lectura». Durante la guerra civil de su país formó parte del ejército comunista, oponiéndose a los deseos de su padre, un estricto creyente chií, y conoció la dureza de las batallas reales. Hoy, tiene claro en qué lado ha decidido situarse: «Lucho con las palabras porque ahí no hay sangre».
«Esencialmente la poesía es un grito de no, un sí al cambio (…) Todas las revoluciones empiezan como poesía: la poesía es hacerse preguntas y el cambio comienza con preguntas, así que poesía y protesta son gemelos inseparables». En sus versos, el Líbano de hoy y el de su memoria se mezclan, «unas cosas recuerdan a otras». «No estoy loco/ pero / vi / el mar en el fregadero / No estoy loco».
En el episodio que la serie le dedica, Yabér se pregunta: «¿Qué soy en las cosas que observo?». De igual modo, lo que estos seis documentales hacen no es dar vueltas a una pregunta teórica sobre cómo pueden enlazarse la escritura y otras formas de militancia, sino retratar cómo se da de hecho esa relación en las vidas de estos poetas. Por eso, los filma en sus casas, con sus familias, en sus quehaceres cotidianos. Lejos de toda torre de cristal, son exmilitares o madres solteras, emigrantes o personas que sufren una enfermedad. En cuanto al activismo, cada uno de ellos lo encarna de una manera diferente, pero todos lo llevan inscrito en su historia personal y en el relato colectivo con el que se identifican: por ser mujer, por ser refugiado, por ser hijo de una guerra. Con sus distintas vidas y escrituras, son personas cuyo retrato ayuda a recordar que poesía no es un término de un solo significado, como tampoco lo es protesta.
Mazen Maarouf, por ejemplo, es un joven palestino que no ha vivido nunca en su país y sin embargo no puede desprenderse de su peso. Creció en una familia exiliada al Líbano, y ahora vive en Islandia un segundo exilio, expulsado de su país de adopción por haber criticado al régimen sirio. De esos obstáculos nace, para él, lo que escribe: «La misión de cómo reconstruir la suciedad, eso es la poesía, quizá convertir en una rosa el polvo». Con su trabajo quiere «volver a sí mismo», «a las consecuencias de su vida cotidiana». Porque, aunque sabe que «el viaje de escribir poesía no tiene un destino seguro», sumergirse en ella lo ayuda a encontrar «un camino de un solo sentido / para gritar (…) un camino de un solo sentido / para soñar».
El reportero lo acompaña a París, donde debe encontrarse con el traductor encargado de verter al francés su último libro. Es la primera vez que pisa esa ciudad, que sin embargo aparece, como un sueño, en poemas que escribió ya hace años. Ahora camina por ella buscando un lugar en el que pueda «escribir un poema que pueda permanecer allí al menos un día antes de que lo borren». «Con una tiza puedes escribir en cualquier parte, busca un muro bonito», le recomienda un transeúnte. Un rato más tarde, Maarouf saca una tiza roja y, en la pared de un edificio cerca de Montmartre, escribe: «Tengo un sueño sencillo / hacer otro planeta / que pueda albergar a todos mis enemigos (…) Solo el último bocado / merece / una pelea.
Igual que con la militancia, también con la escritura cada uno de estos autores se relaciona a su manera. Para Manal ash-Shaij, es la emoción lo que constituye la materia prima común a la poesía y a la protesta. Esta poeta iraquí vivecon estatuto de refugiada política en Noruega. Así que una de sus peleas cotidianas con la palabra pasa por encontrar la forma de traducirla, algo vital para una autora que vio sus obras en una librería por primera vez cuando llegó a Europa, ya que en su país están prohibidas, y que ahora se alegra al ver como el público noruego acoge con calidez sus versos en los recitales que organiza el centro cultural que la ha acogido junto con sus hijos. «En mi ciudad no se puede encontrar ninguna mujer poeta, estoy segura», señala; y cuenta que, por apostar por este oficio, ella misma recibe críticas de sus amigas, que le piden que deje de escribir porque si no sus familias nunca les permitirán verse con ella.
Para esta mujer, «todo, y por supuesto también escribir, es político: el amor, la tristeza, el Gobierno, la escena». «Protesto en mis textos porque no tengo voz. No puedo gritar para pedir mis derechos o para parar esta locura, lo que está pasando en Iraq», afirma. Y mientras echa de menos a su país, que considera tan roto que casi ya ni existe, se pregunta a través de sus versos cómo encontrar acomodo en un mundo tan teñido de violencias: «Quién en el mundo puede decir / que el río fluye / o que el lago está quieto / Es nuestra mirada / la que permite a las cosas partir o permanecer».
También es el exilio lo que debe afrontar Hala Mohammad, aunque no tanto por sus palabras como por la propia situación de su país, Siria. La creciente violencia y una difícil situación personal marcada por la enfermedad la han llevado a París, desde donde, no obstante, sigue sintiéndose parte de lo que ocurre en su lugar de origen, gracias en gran medida a la tecnología y las redes sociales: «Facebook me ha enseñado mucho sobre el diálogo público. Antes en el mundo árabe no teníamos vida política ni ningún tipo de diálogo público. Ahora la gente está respondiendo al trabajo de los otros». En su perfil de Facebook comparte versos que la llevan de regreso a casa: «En Damasco / cuando la gente crece / se vuelve más hermosa. / Esta es otra invención / de la resistencia». En su visión, «todas las prácticas artísticas que el régimen ha prohibido se han convertido en formas fundamentales de expresar la protesta», por lo que «no es necesario para defender la justicia un poema político: un poema de amor puede hacerlo también».
«Se experimenta con el mundo a través de los poemas. El oficio viene (…) del modo en que vives». Ese modo de vivir es lo que trata de reconstruir en su nueva vida en Francia, y la poesía es a veces una herramienta para decir que no es una tarea sencilla: «No puedo soportar esta ventana / que da a la alienación / Es como un muro / No veo nada a su través». Tanto la escritura como la militancia, con las responsabilidades que conllevan, suponen un peso: «Decidí rebelarme / Así que aparté de una patada mi nerviosismo / Y con tanto entusiasmo / pateé la felicidad / con el otro pie». Sin embargo, se apoya en la idea de que no es en vano, y de que el cambio puede venir de la mano de la palabra. Si «el asesino analfabeto / le enseña a su amado hijo / cómo pintar de rojo / en su libreta / la calle», ella insiste en la necesidad de contraatacar, dibujando otros escenarios en los que «todas las carreteras / llevan al cielo». «Por ahora las armas son más fuertes que nosotros. Puede que sean más rápidas. Pero la poesía durará más».
Uno de los últimos poemas de Hala Mohammad está, según cuenta, directamente inspirado en la llamada primavera árabe. Pero cuando lo recita para el reportaje se da cuenta de algo: «Lo que está en él en realidad son las primaveras de mi infancia». Esa línea que recorre una vida entera enlazando un recuerdo con la actualidad da constancia de cuál pueda ser esa buscada relación entre poesía y protesta: que hay una forma de protesta que trasciende lo circunstancial y roza esos anhelos por los que toda persona, en todo lugar, quiere alzar la voz; y que quizá ese grito pueda expresarlo, mejor que ningún otro lenguaje, el de la poesía.
«Oh, golondrina / No vayas tan deprisa // Con la pluma de la ventana, / golondrina, / adornamos / la foto del mártir / y la muerte salió de escena volando // No vayas tan deprisa, / golondrina // El nido pertenece / a quien lo construye».
Nota: Los extractos de poemas contenidos en este texto se han traducido al español a partir de las versiones en inglés recitadas en los respectivos reportajes.