En las tardes de domingo uno debiera siempre estar en La Ciudad. Sí, ahora saldría a la calle y me asombraría una vez más de lo bonito de mi barrio sin gente, de la sutil inclinación de las ventanas hacia el río. Seguiría bajando hasta los puentes y pensaría en lo mágico de la construcción de las catedrales. Como no habría comido, me compraría un crêpe y me reiría pensando que al final siempre me digo: “nunca más, me empalagan tanto” -como con los gofres-. Y buscaría quien pudiera venderme una cerveza. Me sentiría bien por renunciar a llamar a nadie, me sentiría fuerte. Os escribiría mensajes, postales invisibles para decir en qué pienso. Borraría sin darle importancia ese otro mensaje, estúpido, al que no quiero contestar. Y de paso su número para siempre, otra vez. Se me ocurrirían poemas y apuntaría en la agenda su comienzo, buscaría algún nuevo graffitti escondido de MissTic. Sonreiría a desconocidos, volvería a casa algo así como crecida, balanceando una bolsa de comida china y, seguramente, un libro nuevo arrancado a la orilla del río. Sabría esperar, no habría todo este miedo atenazante, amenzante. Todo tendría el color milenario de la piedra.
Pero aquí las costumbres son otras. Sí, podría, claro, podría. Podría pasear toda mi calle hacia el sur, consolar a la Cibeles, ir a dibujar mimos en la Plaza Mayor, buscar esa esquina cercana al Palacio Real que tiene las vistas perfectas. Pero aquí el viento es otro, despierto después de mediodía, no tiene usted ningún mensaje nuevo. Sigo en pijama, bebo horchata en bote, hago de ama de casa -lavar, barrer, descongelar el iceberg del frigo-. Olvido que hubo otro tiempo, lejano, en que sabía ver siempre el lado bueno de las cosas. Y sí, ese miedo atenazante, amenazante. Escucho a Quique González (síntoma suficiente). Vidas que dejé cruzadas vienen persiguiéndome. Y no escribo porque sé que ese sólo es método de olvido. Me quedo en casa, un domingo de esos de “quién coño me ha robado el sábado”, giro en redondo, no logro acabar ninguna cosa. Probablemente acabe olvidando hasta las buenas intenciones (repasar caracteres para el jueves, desempolvar el saxo, leer entero el último The Economist a ver si me entero de algo) y me ponga más bien a ver alguna serie -que sea ligerita, si no os importa-.
Las distancias apartan las ciudades. Las ciudades destruyen las costumbres. Al séptimo día, Dios inventó la nostalgia, seguro.
cuanta razón – pese a la nostalgia, que comparto, me parece que un paseo de domingo es una manera fabulosa de describir el aroma que nos queda de vivir en una ciudad. Y hay que celebrarlo así que puede que contribuya des de algun bog mío, algún dia!