Como siempre, mi ausencia tiene causas. Esta vez, estaba trabajando -¡que si, que sí!- He pasado dos semanas contando niños en los dos lados de los pasos de cebra. O contando niños en las orillas de los bares. O en los bares de la playa. Arrastrando niños a casa o a clase. Acompañando otitis, tendinitis. Conociendo los rincones en que uno puede esconderse en Barcelona cuando tiene quince años y una novia de ocasión. Repitiendo a mi pesar siete mil veces que “de verdad, cuando yo tenía su edad, no era así”.
Porque cuando los niños de París se van a España, necesitan monitores. Y ellos no aprenden un carajo de español, pero yo aprendo mogollón de cosas. No sólo estrategias, trucos, maneras de gritar, frases de argot, nombres de cantantes de moda, tipos de embutidos para bocadillo. También algo así como respuestas a preguntas que ni siquiera sé si me había hecho antes: respuestas a las cosas de cuando yo tenía su edad, de cuando la tenían mis amigos y de las consecuencias que tuvo todo aquello. De algún modo, ver desde fuera la sucesión de historias de estas dos semanas me ayudó a entender lo que fui yo, y cómo llegué aquí, a mi. En cierto modo, los cincuenta “ados”a mi cargo han cambiado el recuerdo de mi propia adolescencia: enderecé la distorsión. Ahora sonreiré más al acordarme de aquellos años.
Galería de personajes. Lolitas de marca que se chupan el dedo en el metro. Las más guapas se visten de deporte. Trece años tras gafas de sol azules, con cicatrices en las piernas, robando Nutella para compartir. Un modelo mulato techno que enseña dos palmos de calzoncillos de corazones. La más lista se enamora del más perdido. El tímido revela una tarde que vive en Japón y está prometido y es guionista de mangas superventas, y luego habla de su mayordomo mientras enseña kungfu. Nadie sabe que la de “esa debe odiarnos a todos, nunca nos habla” sale por primera vez de un orfanato, con su vestido tejano y su mochila gastada. Aparatos de dientes, lentillas que hacen daño, zapatos de tacón. El más alto y más dulce llora el último día, porque cumple dieciocho y no podrá volver. Juegos en la playa, porros en el tren. “Sois los peores monitores que hemos tenido, en vez de emborracharos con nosotros no paráis de gritar”. Souvenirs, peleas contra italianos. Y nosotros cuatro disfrazados de jefes, escondiéndonos de ellos para salir, escapándonos de bares como si hiciera falta, también. Nosotros cuatro siendo lanzados vestidos al agua, rebozados en arena, burlados de todas las maneras posibles. Porque también se trata de eso. “No saben que lo sabemos”. “No saben que sabemos que lo saben”. El niño que se saltó un curso y se parece a Harry Potter posa despacio granos de arena en la espalda del chulo que le tiró puñados a la cara mientras duerme, con cara de concentración.
Cuando yo tenía su edad, también me fui, a aprender inglés a Irlanda. Intento encontrar partes de aquello en las Lolitas, en los escondrijos, en los tímidos vengativos, en los aparatos, en las lentillas, en los bares, en las burlas de normas, en los globos de chicle, en las gafas de sol. En los monitores malvados que no nos dejaban beber y sabían que sabíamos que sabían. Y las encuentro todas
Y pese a todo, repito: “cuando yo tenía su edad, era mayor”. Porque además es cierto.
“La más lista se enamora del más perdido”… y viceversa 😉
Oye, vienes o qué. Tengo una copia del master del disco esperando para dártela, carajo. Ya he leído varias veces tu poemario y quiero hablar contigo de él -es la hostia-. Y… no sé, ven de una puta vez
Buena literatura por aquí. Me recordó mucho a la canción de Sabina: “Rubia de la cuarta fila”
¿La has escuchado?