Tengo un nudo en la garganta. También lo llaman corbata.
(Carmen Camacho)
Algo había fallado en la cadena de tareas que debía desembocar en que se avisara a E. de que el miércoles por la mañana tenía que estar en el foro, organizado por un prestigioso periódico, que se celebraba en el Hotel Palace de Barcelona. Así que E. caminaba sobre las alfombras con sus zapatillas Converse, un poco azorada y quizá también un poco orgullosa, como haciendo una involuntaria travesura.
Ocurre algo curioso con los lugares así. A veces nos toca ir a uno. Un hotel como ese, o un evento de Estado, o una reunión en la que los cargos de los asistentes suenan a titular de periódico y plató de televisión. Y entonces resulta imposible no sentirse un poco fuera de lugar. No es una sensación necesariamente negativa ojo: puede parecerse también al orgullo de lo conquistado o la alegía de lo recuperado. Pero es, sin duda, una sensación patente. Como si nos faltara algún código, como si estuviésemos siempre a punto de equivocarnos en algo.
Sin embargo, a poco que se ejercite el escepticismo, está muy a mano la carcajada de pensar: “por dios, pero si son solo objetos”. Objetos dispuestos de tal modo por la gente y por la Historia como para que sean símbolos. Pero, en realidad, son solo objetos, y códigos… y sobre todo una cuestión de poder.
No hay ninguna ley de la naturaleza que impida a las zapatillas de E. relacionarse con la moqueta. Ni siquiera ninguna ley de los humanos que sepa explicar por qué está mal.
En realidad, es solo aquella operación que se lleva perpetuando a través de los siglos: quienes tienen poder definen con determinadas prácticas, objetos y símbolos espacios de exclusión. Como los sacerdotes de las culturas antiguas, inventan ritos y lenguajes para generar un mundo reservado a iniciados. No es solo una cuestión de poder adquisitivo: se trata (quizá sobre todo) de poseer los códigos y jugarlos de la manera adecuada.