Me asomé un momento fuera del camerino. No eran tanto ganas de curiosear como esos nervios que te llevan a moverte sin parar, aun sin mucho rumbo. Así que ahí estaba yo, como un roedor asomando el hociquillo fuera de la madriguera… y según abrí la puerta me crucé con la Vicepresidenta, que caminaba muy recta y taconeante, rodeada de su equipo veloz y seguro, hacia su salita al final del pasillo.
Estábamos en los estudios de Atresmedia y faltaba cosa de una hora para que empezara el que (no sé si en una operación de marketing o en un alarde épico de inspiración homérica) habían dado a conocer como “debate decisivo”. Lo cierto es que la situación me dio un poco de risa. Algo así me iba a pasar varias veces a lo largo de la noche. No era risa de incomodidad o risa de azoramiento. No era de nervios ni de soberbia. Era risa de algo así como: “La leche, pero qué cosas, qué cosas, qué hago yo aquí, qué curiosísima es la vida”.
Es muy peculiar siempre “desvirtualizar” a alguien a quien se ve normalmente en las pantallas, encontrarse con una persona de la que se conoce al personaje. Paradójicamente, la sensación que da es de irrealidad. Como si siempre en vivo el famoso fuera más pequeñito o menos imponente, o, no sé, más parecido a una misma, con todo lo que eso tiene, a la vez, de evidente y de inquietante.
Sobre todo cuando te das cuenta de que ocurre exactamente lo mismo con la gente con la que vas. Que quienes para ti son los compañeros que habitan el paisaje cotidiano, para la gente con la que te cruzas son apariciones fulgurantes que comentar durante días, son personajes que al desvirtualizarse suscitan frases como “es más bajto que en la tele” o “es más majo de lo que imaginaba”.
Es muy desconcertante pensarlo, pero sé que tiene que ver incluso conmigo. Existe el sintagma “jefa de prensa del candidato a la presidencia del gobierno”, y seguramente en la imaginación denota cosas que no tienen nada o casi nada que ver conmigo. La gente imagina seguramente otro tipo de persona, con otro aspecto y otra actitud. Es extraño pensar eso. Es extraño saber que alguna gente al conocerme pueda decir: “Pues no me imaginaba que fuera así”. Es extraño saludar a alguien y que crea saber de antemano algo de ti por una historia que leyó en las redes y que dio por buena.
Es extraño, sobre todo, sorprenderme a veces preguntándome a mí misma si no debería hacer las cosas de tal o cual manera diferente para ajustarme un poco más a la casilla que se prevé para alguien que cumple este papel en esta circunstancia. Sí, parecerá una tontería, pero ojo: para responder a esa pregunta no valen ni las moralinas de principios firmes de un extremo (“¡tienes que ser tú misma!”), ni los códigos de manual de comunicación del otro (“¡tienes que dar buena imagen!”). Una hace lo que puede, como todo el mundo, oscilando entre la naturalidad y el disfraz como el equilibrio permite. Imagináoslo: llaman a algo “debate decisivo”, porque en cierto modo lo es, y de repente te ves a ti misma negociando las condiciones, cerrando los detalles prácticos, comiendo bocatines entre la sala VIP de Sánchez y la de Rivera. Pues, francamente: intentas resolver lo profesional con la mayor de las responsabilidades y con toda la lucidez que logres reunir. Y, en cuanto al resto, solo puedes pensarlo a posteriori.
Por eso, supongo, me daba un poco la risa cuando al abrir a puerta vi pasar a la Vicepresidenta. Era ea risa de “anda que no ha tenido que ponerse patas arriba el estado de cosas para que estemos aquí”.
¿Os imagináis cómo habría sido esta campaña si no existiera Podemos? Sí, claro que lo imagináis: porque sería como siempre. El mismo viejo ping-pong de ideas mil veces escuchadas entre las dos caras de la misma moneda. Y, en los márgenes, nuestra falta de ilusión apostando nada a opciones que nos gustarían pero de las que sabríamos que no cabría esperar un desembarco de alegría. La campaña sería hastío, sería cambiar la radio de canal en las noticias, sería “así son las cosas, no hay nada que hacer”, sería “verdaderamente, hace ochenta años que en este país no tenemos políticos que sepan hablar”. Sería optar entre el mal mayor y lo imposible.
En lugar de eso, el lunes teníamos delante del televisor a familias, y a grupos de amigos, y a parejas, y a gente cansada cenando solita. Diez millones de personas abriéndose una cerveza o abrazándose bajo una manta, o poniéndose la cena en la mesita del salón, mientras esperaban con cierto nerviosismo que empezara el “debate decisivo”. Siguiendo con botes en sus sillas (para bien o para mal para unos o para otros) los vaivenes del extraño partido dialéctico de la noche de campaña más intensa que hemos conocido. Reproduciendo su propio debate al día siguiente en la oficina o en el tren de cercanías.
Yo no sé si lo que se dijo en el debate fue decisivo. Pero que el debate existiera, eso sí que es histórico. La cultura política de este país no cambia por quién ganara esa partida. La cultura política de este país ha cambiado un poco ya, si esa partida se produce.
Es por esa noción de estar en el epicentro de un terremoto por lo que me dio un poco de vértigo y un poco de risa al cruzarme a Soraya en el pasillo del plató de la Sexta.
Es por ese sentir temblar el suelo por lo que supongo que a ella no le haría ninguna gracia ver mi hociquillo de roedor asomar por la puerta del camerino, si es que lo vio.
Pero yo en realidad en este post quería haceros una crónica. Contaros cómo el jefe nos reveló en la última reunión de preparación lo que tenía pensado para el minuto final, y cómo se nos humedecieron un poco los ojos ya entonces, previendo lo que iba a suponer. Contaros el cachondeo del coche de apoyo cuando no paraban de llegarnos mensajes de aviso de que Iglesias y Errejón no llevaban el cinturón puesto mientras una cámara les estaba grabando. Y el tumulto que había al llegar al estudio con el bendito desorden de la gente de nuestros círculos que se había acercado a apoyar. Las muchas luces, las muchas cámaras, todo el paripé de la entrada al ruedo (porque esto, hay que decirlo, era ante todo un show, aunque sea un show en el que nos jugamos tanto). Contaros cómo se ve la sala de máquinas de un evento como este, qué revuelo de hormiguitas trabajando días y días para que todos los engranajes se ajusten sin posibilidad de error. Contaros cómo era el camerino pequeñito por el que andábamos en círculos y aplaudíamos y nos sobresaltábamos y de pronto nos poníamos nerviosísimos y de pronto no quedábamos escuchando en silencio reverente para no perder la concentración. Cómo nos trataban tan como a reyes (bandejas de comida, vino y chocolates, toda la atención) que volvía a darnos la risa, un poquito solo de risa, diciéndonos aquello de “hay que ver, hay que ver, hay que ver”. Contaros lo que íbamos pensando a lo largo del desarrollo del debate, cómo lo leían las cabezas brillantes que lo iban comentando a mi alrededor.
Pero me temo que no soy capaz de hacer esa crónica. Todo pasó rápido y raro, y cuando intento rememorar la noche, la veo como se veía en televisión. Recuerdo más la pantalla que mi propia vivencia.
Supongo que es un poco así, esto de los “momentos históricos”. Se convierten en tales cuando los ves en una pantalla, o los lees, o pasan de boca en boca y llegan a ti en el relato admirativo con el que se va construyendo la épica. Pero si resulta que estás en el epicentro del terremoto, te limitas a intentar mantener el equilibrio y sonreír (porque, encima, ya sabéis, hay cámaras).
Sí: el momento histórico se parece bastante a los momentos ordinarios, cuando un azar extraño te ha puesto en el corazón de la cosa. Picoteas del catering por pura ansiedad, buscas desesperadamente enchufes para todos tus cacharros por debajo de las mesas y los sofás impolutos, descubres que te has dejado las llaves de casa dentro de casa y esa pasa a ser una de tus mayores preocupaciones, recibes decenas de mensajes diciendo que te han visto en la tele y piensas “mierda, no me había no mirado al espejo antes de salir”.
Igual que los famosos, vistos de cerca los momentos extraordinarios parecen más chiquititos, y más normales, y más similares a la vida normal de lo que esperarías.
Quizá, acaso, como mucho, sientes un poco la magnitud de lo que acaba de pasar un ratito más tarde.
Cuando, sentada en la parte de atrás del coche que nos lleva de vuelta, vas recuperando la noción de ti misma, y miras por la ventanilla, y ves las luces de todas esas casas de la periferia de Madrid, encendidas aún a la una de la madrugada, apagándose poco a poco, una a una.
Y te preguntas, como de casualidad: “ostras, ¿cuánta de esta gente estaría viendo el debate?” Y te respondes: “Mucha, muchisima, tal vez la mitad”.
Y entonces sí que te da un poco de vértigo.
Y un poco de risa. Ahora sí, probablemente risa nerviosa:
“La leche, pero qué cosas, qué cosas, qué hacía yo allí, qué curiosísima es la vida”.
Tu texto me acerca y puede decirse, incluso, me reconcilia con eso que sucede al ‘otro lado’. Claro que eso es posible porque alli ahora hay gente de ‘este lado’ , como tú. Muchísimas gracias.