¿Alguna vez te preguntas si habrá alguien, en algún lugar del mundo, haciendo lo mismo que tú, viviendo lo mismo que tú?
Yo sí. Me asalta a veces, novelescamente, la idea de que seguro ahora mismo en China alguien estará también desperezándose y poniéndose un café en idéntica sucesión de movimientos. De que ahora mismo en un pueblo de África alguien tiene mis exactos mismos miedos ante un sentimiento que pone todo patas arriba de la misma alegre o pavorosa manera. De que ahora mismo, tal vez, un estadounidense insomne recorre las mismas páginas de la novela que tengo entre las manos, en otra traducción.
A veces pienso incluso a través del tiempo y me hace gracia imaginar que al principio de todo un antepasado lejanísimo tuvo una idéntica sensación de inmensidad mirando el cielo a pocos pasos de aquí; o que antes de coger un barco incierto algún grumete renacentista también vivió el vértigo de las aventuras que empiezan.
El domingo pasado hicimos de eso una ola.
La idea nació de E., que siempre imagina hazañas. Recuerdo como nos iba desgranando, personita a personita, lo que se le había ocurrido: que para hacer que se viera bien a qué nos referimos con “país”, el día de la Constitución teníamos que celebrarlo poniendo a hablar con una misma voz a todas las plazas del mapa.
La idea iba creciendo como crecen las ideas buenas, de cabeza en cabeza, de conversación en conversación. “Tenemos que hacer un acto que sea el mismo en varias ciudades”. “Tenemos que poner a dialogar a Pablo, a Ada, a Mónica, cada uno desde su sitio”. “No varios actos, no, uno solo en distintos lugares”. “Y con la gente en las plazas”. “Todo el día, todo el día lleno de actividades, para que se pueda unir la gente”. “No es tan difícil, ponemos varios streaming y vamos conectando”. “¡Y que cada uno represente uno de los ejes del programa!” “¿Y por qué no hacemos de nuevo una Uni En La Calle, que salgan constitucionalistas y expliquen lo que queremos hacer y por qué?” “Pero que sea un fiesta popular, con chocolatadas y actividades para niños”. “Y podríamos hacer un gran mural pintado con manos de colores: cinco colores para cinco ejes…”
Lo hicimos, claro.
La idea era demasiado bonita como para dejarla pasar.
La mañana no se pareció a una mañana de campaña. Se pareció a una mañana de domingo, como las de antes de todo este lío. Había fiesta en las plazas, y cuando las actividades terminaban nos dispersábamos a tomar cañas bajo este generoso sol de diciembre, mientras seguía sonando -eso sí- nuestra cada vez más reconocible sintonía electoral.
¿Será la definición de “país” gente que hace a la vez cosas parecidas con un mismo fin colectivo en mente, con un mismo deseo de presente y futuro común?
Por la tarde fue aún más patente. Cinco ciudades. Cinco rostros. Mientras un teatro se llenaba en Barcelona, un teatro se llenaba en Las Palmas. Mientras se probaba sonido en Madrid, se probaba sonido en Valencia. El técnico de vídeo de Santiago llamaba al técnico de vídeo de Barcelona para ver si todo iba bien. En un camerino, la presentadora repasaba sus saludos en varias lenguas. Mientras esperábamos a que llegara Pablo, nuestros colegas catalanes esperaban a que llegara Ada. Beiras repasaba sus papeles mientras Mónica dejaba a su hijo sentado en la primera fila. Vicky saludaba a su gente mientras los periodistas de la caravana tecleaban sus previas desde la calle Alcalá.
El momento de la conexión en directo fue una especie de revelación de algo que, en realidad, sentimos todo el tiempo: que lo que estamos haciendo tiene todo que ver con saber que hay mucha gente, en muchos sitios, haciendo lo mismo por lo mismo. Caminando hacia el mismo lugar.
Mientras Madrid gritaba “Sí se puede”, Galicia gritaba “Hai Marea”. Mientras Valencia gritaba “Es el moment”, Canarias gritaba “Bravo”, y Cataluña gritaba “Bravo”, y mucha gente en sus ciudades daba paso a la transmisión y gritaba “Bravo” y mucha gente en sus casas sentía “Bravo” con los ojos puestos en la pantalla de su ordenador.
Un acto no es sino una puesta en escena de algo que, en realidad, ocurre de manera mucho más permanente. Es así como hacemos posible lo que parece imposible. Se puede porque, en realidad, ya está ocurriendo.
A lo mejor un país es hacer cosas a la vez. Es querer cosas a la vez.
Cuando me levanto cada mañana, sé que mucha gente se está levantando al mismo tiempo. Con la misma mezcla de ilusión y agobio abordan sus tareas de la jornada. Se indignan y se alegran al mismo ritmo.
Y no es en China, ni es en un pueblo de África, ni es en otra lengua.
Es ahora, y es aquí, y se deja sentir.
Aunque os confieso que sigo jugando a preguntarme, en algunos momentos de calma, si no habrá habido una mujer muy parecida a mí, hace algunos siglos, emprendiendo una pelea con el mismo batiburrillo de sensaciones.
Y me digo que seguro que sí. Porque esto que hacemos, que es querer vivir y querer encontrarnos, es tan inédito como humano.
Tan común como irrepetible.
Tan azarosamente armónico como un país.