En las últimas 48h he estado en Cádiz, en Málaga y en Barcelona: y no he visto el mar.
Han pasado dos jornadas de este nuevo huracán y empezamos a hacernos una idea de cómo van a ser los días.
Esto se parece y no se parece, a las campañas anteriores. Si en Cataluña el centro de las historias que os contaba era una casa, un cuartel general en torno al cual orbitaban los mitines y las entrevistas, en esta carrera hacia las elecciones generales el único centro es el desplazamiento.
El plan de estas dos semanas es un zigzag de ciudades distantes y distintas que, para nosotros, tienen siempre el mismo paisaje: un escenario, sillas, altavoces, nuestros colores, gente que lleva consigo tantas historias que no vamos a tener tiempo a conocer.
En las últimas 48h he estado en Cádiz, en Málaga y en Barcelona: y no he visto el mar.
Corremos, corremos, corremos. Este juego se trata de llegar a recorrer tantos rincones como se pueda. Llevar nuestras cartas de cambio a tantos oídos como dé tiempo.
Por eso corremos, corremos, corremos. Cuando la distancia es razonable, nos subimos al autobús morado con letras de colores, organizamos sobre las mesas desplegables nuestros ordenadores, papeles y prisas, y rodamos carretera alante preparando el tramo siguiente. (Me pregunto siempre qué pensará la gente al vernos pasar). Cuando en bus no daría tiempo a llegar, nuestro enjambre apresurado atraviesa aeropuertos y estaciones, entra en los aviones y los trenes como una comitiva que no se ajusta del todo a lo que la gente cree que es una campaña electoral.
Ayer, en la cola del vuelo Málaga – Barcelona, una mujer decía: “nunca creí que vería a un candidato a presidente del Gobierno viajar en low cost“.
Pero sí. Os podéis imaginar bien cómo son nuestros viajes: porque son como los de cualquiera. Subimos al tren nuestros bocadillos y aprovechamos el tiempo sin cobertura del avión para avanzar unas páginas en la lectura de nuestras abandonadas novelas. Nos dan alergias porque pasamos demasiado rato en lugares con climatización, y salimos en somnolientas filas por la mañana de hoteles de periferia (para llegar a tiempo al teatro central donde se celebran los actos a los que nuestras caras visibles entran entre aplausos). Buscamos por todas partes enchufes donde cargar los móviles y paramos en gasolineras para suplicar que nos vendan unas cervezas a las once de la noche porque quedan tres horas de viaje y nos las hemos ganado. Al llegar al hotel a las dos de la mañana nos reímos por no llorar porque la cena fría es terrorífica.
Todo es a la vez “como siempre” y “una locura”.
Todo parece un viaje, simplemente un viaje.
Pero un runrun permanente, parecido a la ansiedad, nos recuerda que no. Los mensajes insisten en “una entrevista con el candidato”. Las citas de agenda que hace saltar el Google Calendar gritan: “debate electoral”. Cuando abrimos la maleta por la mañana sacamos una americana, y hay una cierta gravedad en el modo en que afrontamos cada pequeña decisión. Porque ya estamos en un punto en que el coste de oportunidad de cada minuto puede ser decisivo.
Otra novedad, en esta campaña, atañe directamente a mi trabajo: esta vez, los periodistas que nos siguen viajan con nosotros. Sí, somos una caravana como esas que habéis visto en las películas y series de la Casa Blanca. Nuestro puñado de reporteros, una veintena de personitas con sus libretas y sus cámaras y sus grabadoras, van ahora con nosotros a todas partes. Se suben al autobús del equipo, van en nuestros mismos trenes. Así somos, así nos ven. Escriben sus crónicas diez filas de asientos por delante de donde el candidato escribe sus discursos. Graban sus videoblogs mientras recogemos las maletas de la cinta transportadora. Están igual de cansados que nosotros y viven en directo las subidas y bajadas de nuestros ánimos. A veces el autobús se convierte en una improvisada sala de prensa. A veces basta que nos den una voz para hacernos sus preguntas. A veces una se va quedando dormida en el último tramo de un viaje y se siente culpable porque es muy extraño dormirse en plena jornada laboral. El equipo de prensa pasa lista antes de arrancar, repartimos bocadillos en la espera de los vuelos.
Mi teléfono suena mucho menos estos días, y eso es un alivio. Pero, al mismo tiempo, a veces este trabajo y sus ajetreos me recuerdan a aquel otro que tuve hace unos cuantos años: monitora de chavales que aprovechaban el verano para aprender español. El mismo estrés desproporcionado de la alerta sin descanso.
En las últimas 48h he estado en Cádiz, en Málaga y en Barcelona: y no he visto el mar. En algunos momentos me asalta por unos segundos una regunta desconcertante, una sensación de desconcierto: “Espera… ¿Dónde estamos?”
Las ciudades se parecen demasiado, a este ritmo. En todas, la secuencia es la misma: desembarcamos – saludamos – chequeamos el estado de cosas cada quien en nuestro ámbito – informamos – decidimos – nos encontramos con los medios – entramos en el acto – se nos humedecen los ojos a los gritos de “sí se puede” – peleamos como podemos con la masa avasalladora de fotógrafos y cámaras – dejamos sentado al jefe en su sitio – disfrutamos de una relativa calma mientras dura el mitin – escuchamos sin oír del todo las intervenciones de nuestros candidatos: cuando hay uno nuevo, al que no hemos oído antes, volvemos a lloriquear – suena la nueva sintonía que marca el final – nos ponemos en guardia – volvemos a pelear con fotógrafos y cámaras – atravesamos la maraña de manos que quieren saludar a Pablo – subimos como podemos al autobús – zarpamos de nuevo.
Si hay mar, no lo vemos.
Los periodistas teclean frenéticos sus historias, desentrañando como pueden lo distinto de cada sitio.
Es un reto, un hermoso reto, el más importante, recordar que, aunque para nosotros los días se parezcan y las ciudades también, cada lugar al que llegamos está viviendo algo irrepetible. Que lo que nosotros podemos llamar “rutina” es, en los lugares a los que llegamos, un desembarco de excepcionalidad.
No podemos automatizar lo que para los cientos de personas que nos esperan es especial y decisivo, y quiero contaros que no es fácil hacer eso y a la vez cumplir metódicamente con las tareas.
Así que hago el esfuerzo que se les exige a los periodistas que nos acompañan: me obligo a encontrar en cada ciudad lo que es distinto. Lo que hace al evento único; a la ciudad, una ciudad irrepetible.
En Cádiz escuché por primera vez a mi compañera Noelia Vera dar un mitin. Ella que siempre venía con nosotros, alegrando las labores técnicas con su acento del sur, ahora habla desde encima del escenario, candidata primeriza que nos deja desarmados porque, simplemente, sigue hablando con toda la verdad. Abajo, todos en el equipo intercambiamos miradas cómplices. No hay ninguno que no tenga los ojos brillantes.
En Málaga, Vicky Rosell contó, sentada tan elegante sobre su taburete blanco, sus historias de jueza. La corrupción de este país ya se resumirá para mí, para siempre, en las imagenes que supo dibujar con precisión cinematográfica y un nudo en la garganta: la de aquel hombrecillo que les esperaba encorbatado y engominado a las siete de la mañana en la sede que teóricamente iban a inspeccionar por sorpresa; la del agente de inteligencia al que después de que la ayudara con un caso ve cada día relegado a dar vueltas por su ciudad en un coche patrulla que debería llevar por matrícula la palabra “castigo”. Entre el público, escalofríos.
En L’Hospitalet me encontré, en un pasillo desde el que no se veía el escenario, a una voluntaria con la que me había cruzado varias veces durante la campaña catalana. No recuerdo su nombre. Sí recuerdo que me contaba los malabares que tenía que hacer para venir a echar un cable en los actos: cambiar turnos de trabajo, dejar al crío con su madre. Allí estaba otra vez: me abrazó como los amigos a los que hace mucho que no ves. “Aquí estoy, no veas qué lío, hemos estado cuidando las puertas de afuera y los pasillos de arriba, ni me he enterado de los discursos, ¿qué tal ha estado?” “Joder, qué alegría verte otra vez”. “Ya ves, para eso estamos, gracias a vosotros por volver”. Cuando nos subimos al autobús nos despedía con la mano, como siempre, con una sonrisa enorme que no se permite el desánimo.
En las últimas 48 horas he estado en tres ciudades.
Y, ¿sabéis que os digo
En todas he visto el mar.
Me ha gustado mucho este post 😉
Me alegro
???sí no se ven los iconos, estos signos son sonrisas, aplausos y besos!
Gloria leerte, Casiellitas!
Ánimo y al final del caminito nos vemos frente al mar!
Abrazo grande querida!! Me acordé mucho de ti en Málaga, pero no te llamé porque… en fin, por lo que cuenta este post, jeje. Abrazo enorme!!!
¡Ay, Laura! (no sé si reír o llorar). Ánimo, peque. Yo no sé si veré el mar… Oh, wait… Igual lo veo también
Ríe, ríe, que por supuesto que lo verás también!