Hemos terminado.
Anoche sonaron los aplausos tras el cierre de campaña, se bajó el telón, se apagó la luz.
Os escribo ya desde Madrid. Una de las partes de los viajes que más me gusta contar siempre es el regreso.
Tras acabar la tarea, ayer, nos fuimos a bailar. Bailar y bailar como catarsis de dos semanas que aún no hemos tenido tiempo de asimilar. Dejamos salir toda la tensión acumulada en una rara euforia nerviosa. Bailábamos unos con otros como modo de decir “ha sido bonito compartir este viaje contigo, gracias”. El agotamiento no nos impedía saltar.
Cuando nos subimos al tren esta mañana, debíamos de ser dignos de ver. Una docena de personas hechas pedacitos que cayeron dormidas antes incluso de arrancar.
Se me ocurre, medio en serio medio en broma, que la jornada de reflexión se debió de inventar por esto. Por la necesidad de parar un segundo y tomar aire antes de la nueva etapa. Una especie de tregua. Porque hoy paramos en casa, un día entero en pijama y duermevela, poniendo lavadoras y recordando que la vida no era necesariamente ese trajín; pero sabemos que mañana empieza otra vorágine cuya medida ni siquiera conocemos. Este punto es un punto y seguido.
Siento que no hemos podido asimilar todo lo que hemos vivido en estos quince días. Los recuerdos vienen como flashes, y la frase “quién me iba a decir a mí” tiene ahora el halo de irrealidad de lo que no se sabe muy bien si se ha vivido o se ha soñado. Sentada en mi mesa de trabajo de siempre, parecería que no me hubiese ido nunca de aquí, por más que sepa que ayer sentía como si llevara viviendo en la casa grande del Eixample toda una vida. Qué rápido convertimos los humanitos las vivencias en costumbres.
Cuando miro el vídeo resumen de la campaña me entra una especie de vértigo retrospectivo:
El cuerpo acusa el cansancio acumulado. Duele cada músculo, la piel arde y se siente una tendencia extraña a hacer cada movimiento desproporcionadamente deprisa. El corazón todavía late rápido y permanece un estado de alerta, un pequeño temblor. Suele sentirse, después de los viajes, como una tristeza sin objeto, unas ganas de llorar que tienen que ver con estar ligeramente fuera de sitio. Como si al espacio le costara recibirte de nuevo. Apetece reincorporarse a la normalidad, pero es como si diera un poquito de miedo.
Como si se dijera: ¿cómo voy a encajar en la vida de siempre lo que me traigo?
Luego siempre todo es más sencillo, pero el de hoy es un día de tránsito, de limpieza, de reparaciones.
Hay cosas que echaré un poco de menos. Me he acostumbrado a la rara convivencia del 24/7 de trabajo. Los cuidados imprescindibles de B y A, las confidencias improvisadas ayudando tanto a dibujar el camino de regreso. Mi cama como lugar de reunión. Los madrugones para acabar los posts mientras empezaba a entrar sol por la galería. El subidón del final de cada actividad: “otro escollo saltado”. La presencia lúcida de P, que siempre tiene solución para todo (y si no tiene solución, no es un problema); la compañía permanente de la otra P, hermanada ya definitivamente después de este viaje. Las comidas de familia numerosa, las conversaciones políticas con cerveza antes de dormir. La inteligencia colectiva entrando automáticamente en acción para bloquear cualquier conato de problema.
Quizá “echar de menos” no es, en todo caso, la expresión exacta. Digamos más bien que son recuerdos hermosos que se quedan para lo que sigue. Hemos aprendido mucho sobre nosotros mismos, en esta odisea. Creo que eso va a impregnar inevitablemente el camino que continúa. Diría que todos tenemos más claro aún eso que tanto me preocupa: que somos personitas, personitas haciendo lo que pueden con lo que hay. Desde ahí, es posible relacionarse con exigencia, pero con indulgencia.
Ahora es hora de salir de la burbuja. Leer de los periódicos algo más que las páginas que nos atañen, retomar las novelas empezadas, ver qué ponen en el cine, llamar a la familia y los amigos y decir que estamos de vuelta. Pasear Madrid lamentando que hemos estado en Barcelona pero no hemos visto el mar.
Al salir al balcón me he dado cuenta de que ya oscurece temprano y la ciudad tiene cara de otoño. He reparado en que mi calendario seguía en la hoja de agosto y no he sabido si reír o si llorar.
Mañana sabremos cómo lo hemos hecho. Es como un examen en diferido. Estamos nerviosos: ¿cómo podría no ser así?
Y luego, el lunes, continuamos. En Cataluña habrá mucho trabajo pero ya no es nuestro turno, aunque permanezcamos cerca.
Aquí, el reloj empieza a contar de nuevo. Quedan 84 días para las elecciones generales y hay muchísimo por hacer.
(Nota:
Escribir este diario, por cierto, cumplió con la misión que le auguraba. Cada día, un momento para parar el balón, para pensar desde una misma, para compartir vivencias.
Queda mucho viaje, así que os seguiré contando, de distintas maneras. Por ahora me tomo un descansito, pero pronto nos leemos otra vez.
Gracias por estar al otro lado).
(Foto: Flickr Catalunya Si Que Es Pot, Georgie Uris)
Muchas gracias a ti por compartirte. Ha sido un placer leerte despacito. No dejes de escribir poesía, eh? Que tienes muchos fans en esa cara del poliedro también 😉
Siempre leyendo con atención, a través de los años… Unas de esas gracias por estar al otro lado llevan mucho tiempo siendo para ti!
Tranquilo, que dejar de escribir poesía yo croe que es sencillamente imposible Un abrazo!