Suena el despertador. Sientes: “no puedo”. Arrastras el botoncito táctil que regala cinco minutos extra. Otra vez. Otra vez. Suena el despertador. Ya no hay tregua posible. Te levantas. Abres las contraventanas de madera con una vana esperanza de luz.
Vas al baño. El cartel manufacturado para evitar sustos dice que está ocupado. ¿Cuánto hace que no convivías con una docena de personas? Vas a la cocina. Una compañera está en cuclillas buscando algo de fruta en la nevera. ¿Cómo se desea los buenos días en pijama y despeinada a alguien a quien hasta hace poco solo veías en contexto de oficina? Café. Siempre he querido una de estas máquinas de cápsulas. Vas al salón. Alguien ya ha traído todos los periódicos, lee y subraya. “¡Buenos días!” Poco a poco se van incorporando, somnolientos, los demás. Leemos en común, los diarios rotan entre las manos, se comentan sorpresas e inercias. Todo listo, dentro de un orden. Salimos. Son las ocho y sereno.
Primera entrevista: radio. Esta es una casa supuestamente hostil. No se puede evitar cierta tensión. La veo desde la pecera, charlando con el director de informativos. Hace meses que la frase que más me digo en voz baja es: “quién me iba a decir a mí….” Todo sale mejor de lo esperado. Respiramos. Antes de irnos, gente de la emisora hostil le pide al jefe un puñado de selfies. Cosas veredes, Sancho. Taxis hacia la próxima. Llegamos demasiado pronto. Café y pinchos de tortilla, comentamos la jugada. Son casi las diez de la mañana y el teléfono ya arde, impidiéndome seguir las conversaciones. Empiezo a estar acostumbrada a estar en tres o cuatro cosas a la vez.
Segunda entrevista: tv. Los periodistas buenos dan alegría. Los que son respetuosos y hacen preguntas oportunas y que intentan dar en el corazón de las cosas interesantes, de lo que a la gente le importa en algún sentido escuchar y que no es solo carne de titular de consumo rápido. No queremos entrevistas fáciles, pero queremos entrevistas pertinentes. Por lo demás, me sigue fascinando todo lo que tenga que ver con platós y rodajes, ese mundo lleno de cables en el que las cosas parecen salir bien por arte de magia. Pero me quedo fuera, viendo la señal de grabación en la pantallita de la sala contigua: ha habido un pequeño error en una convocatoria y mi teléfono parece en sí mismo una centralita de confirmaciones y desmentidos. Cuando vuelvo a soltarlo, con el asunto medianamente resuelto, ya hemos terminado, salido de allí, cogido los taxis, llegado a la próxima.
Tercera entrevista: papel. Las buenas formas bien parecen: pese a las prisas de la actualidad, el encuentro empieza con un café (sí, van tres) tranquilo y una charla con el director del periódico. Como de costumbre, yo escucho como en un partido de pingpong. ¿Veis? De nuevo la frase: “quién me iba a decir a mí…” La antropología de jefes de los medios está siendo una actividad muy interesante en esta etapa profesional curiosa. Algunos son directores de empresa, otros son políticos con disfraz, algunos son creadores de espectáculos, algunos tienen voluntad de dios. De vez en cuando te encuentras a algunos que sí que son periodistas (luchando a su extraña manera contra el hecho de que los medios en sí mismos son un ecosistema que arrastra). Este parece de estos. Siempre alegra. Aunque una ya nunca se confía del todo.
Cuando salimos de allí, ya se han acumulado tantas llamadas que no sé ni por dónde empezar a contestar. En fin, empecemos por lo urgente.
Llegamos a la casa. Quienes no han tenido que hacer trabajo fuera esta mañana han preparado fuentes de pasta como para una tropa de hambrientos. Comemos en una mesa larga, contándonos el día como en una extraña familia. Casi todas las comidas de equipo, finalmente, derivan en reunión. Antes del postre ya estamos discutiendo calendarios.
Ratito de descanso, poco menos de una hora. Algunos ven la tele, otros se retiran a sus cuartos. Algunos el verbo “descansar” lo llevan mal, y no se despegan de sus ordenadores. Quienes no hemos cocinado fregamos los platos: estos momentos son también los de contarse cualquier cosa, los de conocerse un poco mejor. Mi cuarto tiene una especie de galería con amplios ventanales, así que cuando llego a intentar relajarme en la media hora que queda, ha sido tomado por un equipo de fumadores. Con su cháchara como hogareño runrún de fondo, escribo un post para este blog.
Y un café, claro.
De nuevo reunión. Tenemos cuarenta y cinco minutos para afinar qué dirá hoy la voz del mitin. Vuelan periódicos, enlaces, ideas desestimadas, ideas celebradas. Últimamente me cuesta seguir con suficiente lucidez el hilo de las reuniones de pensar, porque… ya sabéis: el teléfono sigue sin dejar de sonar. “¿A qué hora es el mitin?” “¿Irá Pablo a Grecia?” “¿Es cierto lo último que dicen que ha dicho no sé quién?”
La furgoneta espera abajo. En el camino hacia el pueblo de hoy me esfuerzo en pegar la cabeza a la ventana unos minutos al menos. Reparo en que desde que llegué apenas he tenido tiempo para fijarme en el paisaje. Recuerdo un par de mensajes personales que tengo pendientes desde hace horas: la familia, los amigos, ya sabéis, las cosas realmente importantes. Coger el teléfono, esa perdición. No vuelvo a levantar la cabeza hasta que llegamos a nuestro destino. “¿Me confirmas la agenda de mañana? “¿Cuándo podré entrevistar a Pablo?” “¿Puedes darme una reacción a tal o cual cosa que ha pasado hoy?” “¿Cerramos de una vez los detalles de nuestra cita pendiente?”
El lugar del mitin ya está hasta la bandera. Mientras se preparan los últimos detalles, corro hacia la zona de prensa. Ya empiezo a conocer a los colegas de aquí. Agradable calor cuando alguno ya te saluda con gesto de darte legitimidad y confía en la respuesta a lo que te pregunta. Correteo de nuevo hacia la zona frontal del escenario. Este es mi momento de más tensión de estas jornadas: cuando los rostros conocidos entran, pasando entre la gente que quiere fotos y cariños y firmas y promesas, y a la menda le toca hacer de barrera para los cámaras y fotógrafos que se quieren abalanzar. Como soy pequeñita, lo intento por la vía razonable: “Que si os pegáis a la cara de la gente no sale bien la foto…” “Que si damos todos un paso atrás tenemos imagen todos…” Ya sé de antemano que no va a funcionar. Me toca gritar. Con que no se caiga nadie me quedo contenta. Por fin terminan los saludos. Los jefes están sentados en sus primeras filas sonrientes. Los redactores, en sus sillas de tecleo voraz. Los fotógrafos, en el suelo donde les hemos dicho que no se sentaran. Todo en orden, pues.
Miro el teléfono. Tropocientas llamadas perdidas en mitad de la vorágine. Abro el whatsapp. “Estamos en mitin. Si es urgente, dime por aquí”.
Hoy es de esos días en los que el discurso funciona. Me apoyo en las vallas y miro a la gente (a los nuestros ya los tengo muy vistos). Sonríen. Se abrazan. Se emocionan. Solo con esto, con las ganas renovadas con las que estas personas se van a casa, ya habrá servido de algo estar aquí.
La operación salida es más difícil aún que la operación entrada. Nadie quiere que Pablo se vaya, y es un rollo hacer de poli malo e írselo llevando de junto a la gente que le quiere contar, que le quiere escuchar. Pero eso también es nuestro trabajo. Intentamos que hacerlo con una sonrisa lo vuelva menos duro. No siempre funciona, y entonces es a nosotros a los que nos cuesta seguir sonriendo en el viaje de vuelta.
En la furgoneta, por los grupos virtuales vuelan los enlaces que resumen en primeros titulares cómo ha ido la faena. Comentamos. Bromeamos. Hacemos una primera evaluación.
“¿Habrá unas cervecitas en casa?” Demasiado cansados para salir a cenar, hacemos una pequeña expedición al chino. Esta noche ni siquiera se cocina. Restos, embutidos, queso. En la conversación no es posible salirse del tema del trabajo. Los debates se encienden más a estas horas.
En el teléfono, dos llamadas perdidas de la misma persona. Me digo: “no, mira, son las once de la noche, seguro que esto puede esperar a mañana”. A la tercera, descuelgo. Vaya, lo cierto es que no podía esperar. Pequeña crisis nocturna a resolver desde el balcón. Cuando regreso, en los sofás hay carcajadas. “Menos mal que nos llevamos bien”, pienso, “porque si no, esto sería simplemente insoportable”.
En Barcelona hace un calor extemporáneo, húmedo y agobiante. Una ducha para poder dormir estará bien. Bajo el agua, me doy cuenta: “¡mierda, se me ha olvidado hacer mi parte para el repaso de medios de hoy!” Llevo el ordenador a la galería. ¿Le importarán todos estos titulares a quienes miran esta noche despejada desde las ventanas que se ven desde mi ventana? Siempre me digo que solo será un ratito, pero siempre es más rato del que parecía. Le doy al boton de enviar.
Un último repaso a los mensajes. Un último repaso a las redes. Un último repaso al correo. “Madre mía, algún día tendré que contestar a los mails de mi bandeja personal”.
Hoy mi compañera de habitación no está, se ha ido a Madrid a ver a su familia un par de días. Me apetece leer un poco, como modo de disfrutar de este ratito de intimidad robada al sueño. Pero el sueño vence enseguida, como siempre. “¿Dónde están los interruptores en esta casa?”
Estiro la mano, una última mirada al móvil. Repaso mentalmente el día siguiente y muevo convenientemente las cifras del despertador.
La alarma me avisa de que sonará en cinco horas y veintiséis minutos.
Suspiro y cierro los ojos.
Mañana será otro día. Otro día normal.
[La foto, de nuevo de Dani Gago, que me cazó in fraganti en algún día normal]