Hace unos meses, cuando todo esto apenas empezaba, leí, en un artículo de Xandru Fernández, una frase que se me quedó grabada y me ha venido acompañando. Decía: “Cuesta hablar con voz de mitin cuando uno siempre ha susurrado”.
Es una reflexión que condensa algunas de las contradicciones que implica este viaje. A mí también me ocurre, como a Xandru, que siempre he sido más de hablar en susurros. Los mitines me solían causar, tengo que reconocerlo, cierta alergia. Confieso que, antes de meterme en este lío, nunca había ni siquiera ido a un mitin. Los había escuchado, claro, por casualidad en un zapping o con el empeño entomológico de quienes estudiamos comunicación; pero así por propia voluntad, acudir a ellos no se contaba entre mis aficiones.
Supongo que mi reticencia se debía a entender que los mitines eran el lugar de las consignas, del grito, del cierre de filas. Algo así como lo contrario a la poesía: las palabras unívocas, la reflexión en lata.
A mí no me toca hablar con voz de mitin: ya sabéis que estoy en el lado be de los escenarios. Pero sí que me toca, últimamente, pensar con lógica de mitin, leer con ojos de mitin, medir los días en tiempos de mitin.
Y estoy descubriendo que quizá me equivocaba en mi prejuicio. Un mitin se parece finalmente mucho más a un recital o una asamblea de lo que podía imaginar. En tanto que lugar de encuentro y de catarsis, que espacio de reconocimiento y de creación de lazos. Igual que a veces la ficción le da al que escucha más verdad que el realismo, a veces desde el atril quienes hablan de política están diciéndose a sí mismos con mucha claridad. Es un teatro, una puesta en escena: pero, como en el teatro, en el histrionismo está precisamente la verdad.
Claro que el trabajo de preparación de los mitines tiene mucho de frialdad y de estrategia. Pensar en términos de titulares, revisar los espacios de oportunidad, medir tiempos, jugar las fichas disponibles. Pero el factor decisivo no es ese entramado delicado de reflexiones previas. En realidad, todo se juega en el momento de poner la voz en juego. Aunque se piensen con antelación y cuidado los discursos, la adrenalina del directo trae la magia del momento irrepetible. Todo depende de la conversación. El lugar. La gente. La respuesta. Todo depende de ese “no se sabe qué” que a veces ocurre y a veces no ocurre. Como en una asamblea. Como en un recital.
El arte del buen discurso tiene que ver con conectar. Saber lo que es necesario decir, lo que conecta con el aire del momento y de quienes están presentes. Pulsar una emoción. Quienes lo hacen bien saben hacer llorar, o hacer reír, y de nuevo llorar, y ahora la rabia, y acá una reflexión que llevarse a casa. He ido viendo, en estos meses, mitines pedagógicos, mitines incendiarios, mitines conmovedores. He entendido que, cuando uno funciona, no tiene demasiado que ver con las palabras que se traían en la recámara. Aunque también. Tiene sobre todo que ver con una suerte de conexión, con acertar en entender lo que necesita quien está escuchando. Quizá algo así como escuchar lo que en realidad esas personas querrían estar diciendo, con lo que necesitan para continuar. Quizá algo así como dar con el eco de lo que diría el público entero si llegara el momento de corear.
Me gusta especialmente cuando alguien a quien el asunto se le da bien da un mitin por primera vez, y se le ven limpias las formas: esa manera tierna de buscar un tono, de no saber del todo como elevar la voz, y lograrlo al fin cuando lo que está diciendo le importa tanto, tanto, que se le suben los colores a la cara, y se pone un poco de puntillas, y empieza a mover las manos sin pensar en de qué modo lo está haciendo.
Me gusta también cuando alguien se sale por completo del guion, de lo preparado, porque una intuición de que por ahí anda rondando una verdad que merece ser dicha. Cuando se toma ese riesgo (porque los titulares siempre acechan) y escuchas a quien está sobre el escenario dejándose ir hacia un lugar desconocido pero que está llamando.
Me gusta ese quedarse atrapada, subiendo, subiendo con el hilo de palabras que te lleva, y bajar de pronto a la sonrisa o a la ternura con un cambio inesperado de registro.
El prejuicio dice que un mitin es un lugar donde se dice lo que debe ser dicho, donde se buscan votos a cualquier precio, donde se cultiva la adhesión sencilla. Bueno, no negaré la mayor: algo de eso hay. Una campaña no deja de ser un lugar muy extraño. Pero creedme que hay quienes se toman todo esto muy, muy en serio, y un acto comunicativo no es cosa de broma. Un mitin es sin duda una forma de disfraz, pero también en la literatura se sabe que a veces hay que buscar un recurso de forma para que un mensaje cale.
Esto tiene algo de teatro. Y algo de ajedrez, y algo de música, y algo de mística.
Sigo siendo más de hablar en susurros, por supuesto: hay cosas que quizá no cambian nunca. Pero tengo que admitir que, poco a poco, le voy pillando el punto a la voz de mitin.
[Nota: La imagen es de Dani Gago, uno de los fotógrafos que nos acompaña normalmente.
Aquí podéis encontrar sus coberturas de esta campaña, aquí las de los actos de Pablo, y aquí las de Podemos en general].