(Este artículo sobre la exposición retrospectiva del fotógrafo Garry Winogrand fue publicado el jueves 26 de febrero de 2015 en la revista online CTXT. En el enlace, el texto se puede leer acompañado de una galería de imágenes que recoge una selección de la muestra).
En las primeras fotografías de ciudades, no hay nadie. Por limitaciones de la técnica, solo quedaba plasmado en los reactivos quien supiese permanecer quieto un buen rato delante de la cámara. El tiempo de exposición que requería captar con nitidez los detalles de una calle obligaba a que apareciera vacía: los paseantes, demasiado rápidos, no quedaban fijados sobre las placas de plata. Los edificios se veían con nitidez. Pero, fantasmagóricas, las ciudades no parecían verdad.
Afortunadamente, cuando Garry Winogrand (1928-1984) empezó a fotografiar Nueva York, a finales de los años 40 del pasado siglo, las cámaras ya eran capaces de hacer justicia a lo rápido que ocurre todo. Diafragmas tan ágiles como para atrapar la luz a la velocidad que requiere el plasmar a un hombre en mitad de un salto mortal, a una mujer en plena carcajada. Tomas sin demora para el gesto fugaz, para la mirada esquiva. El decano de las fotografías callejeras apenas nos deja ver el espacio: porque todo es gente. Durante más de tres décadas, Winogrand retrató, de Este a Oeste, Estados Unidos. Quería dejar contado un país; pero parecía querer decirnos que un país son, sobre todo, sus rostros.
Esos rostros llegan ahora a Madrid, tras pasar por San Francisco, Washington, Nueva York y París. La Fundación Mapfre acoge, desde ayer y hasta el próximo 3 de mayo, la primera gran retrospectiva en 25 años del que la crítica ha considerado uno de los fundadores de la fotografía contemporánea. La muestra recoge todas sus obras más emblemáticas, y también algunas imágenes inéditas de su última época. Revelados actuales de los negativos que contenían los casi 7000 carretes que quedaron sin procesar cuando murió sin tiempo para dejar más instrucciones que un puñado de marcas en las hojas de contacto para señalar las imágenes que consideraba más interesantes.
Y esos rostros nos suenan: hombres con bombín paseando Wall Street, mujeres con el pelo cardado que apuran copas de martini. Sin embargo, no los hemos visto, forman parte de un tiempo que pasó: ancianos negros en traje blanco, pantalones de campana y pies descalzos en Central Park. Pero, en cierto modo de ahí venimos. Las sonrisas que vuelan en descapotables, los rostros ensangrentados que se enfrentan a la policía en Madison Square, son instantáneas que han marcado el imaginario cultural de nuestro tiempo. Winogrand, sin embargo, no podía saber eso. Aunque sí era consciente de estar dejando testimonio de un momento histórico y de una nación. Era un niño del Bronx que recorrió Estados Unidos preguntándose —como señala Leo Rubinfein, comisario de esta exposición—: “¿Quiénes sois vosotros, quién eres tú, quién es mi gente, quién es mi pueblo y qué conflictos nos convierten en las personas que somos?” Sus fotografías dan voz a la complejidad que hay detrás de los tópicos. América no cabe siquiera en los 20.000 carretes que un hombre entregado al oficio puede tirar en una vida entera.
Las más de doscientas imágenes que configuran esta muestra recorren la segunda mitad del siglo XX, nos recuerdan hechos que hemos estudiado como Historia. Cuando acabó la Gran Guerra, el cantante de folk Woody Guthrie escribió This land is your land: un himno popular para recordar a sus compatriotas que tenían entre las manos un destino por construir. Desde California hasta la isla de Nueva York, los hombres y mujeres retratados por Winogrand podrían estar a punto de arrancarse a cantar ese estribillo: esta tierra fue hecha para ti y para mí. Ante su objetivo alerta pasan los bulliciosos años cincuenta y sesenta neoyorquinos, con sus calles atestadas de hombres de éxito y sus bares vibrando de mujeres que agarran a manos llenas la libertad. Queda retratado un tiempo enérgico, de ilusión; pero se ve ya tan agitado que parece ir a reventar por las costuras en cualquier momento. A lo largo de las dos plantas que la Fundación Mapfre dedica a este artista, vamos viendo acortarse y volver a alargarse las minifaldas, vamos viendo ensombrecerse los rostros. Intuimos las guerras de Corea, Vietnam o la fría con Cuba en los trajes de marine que tiñen de pena los aeropuertos; vemos cómo la loza deja paso al plástico. Más que la crónica, estas fotos lanzan la pregunta. Nos abren una ventana a un país que no es monolítico, a una realidad que se extiende en muchas líneas diferentes.
Si hay crítica en estas imágenes, es la crítica de la preocupación. Una mirada delicada que se posa sobre lo que hay y se pregunta por su suerte. Las fotos de Winogrand no son búsquedas, sino hallazgos. Lo que atrapa su cámara son momentos cualesquiera, aunque el haber atravesado el siglo hasta nuestros días les hace parecer necesarios, inevitables, como pequeños mundos que no podrían no haber sido. Imágenes altamente poéticas por su capacidad de síntesis, composiciones complejas pero límpidas que, además de lo que nos muestran, parecen prolongarse en los sentidos de una historia: ¿Qué trajo a esta gente hasta aquí? ¿Qué va a pasarles ahora?
Escribía Adrienne Rich en su poema “Tiempo norteamericano”: “Imagina que quieres escribir / sobre una mujer que entreteje / el pelo de otra mujer (…) / Mejor sería que supieras el grosor / la largura / el modelo / por qué decide trenzarse el pelo / cómo se lo hacen / en qué país sucede / qué más sucede en ese país / Tienes que saber estas cosas”. Eso parece ser lo que intenta Winogrand: saber esas otras cosas, para cada imagen que nos acerca. El retrato de una mujer hermosa cruzando el asfalto con la melena el viento nos conmueve más porque dos pasos más allá vemos la mirada triste de la dependienta de una barraca de feria que pasa la tarde junto a dos enormes perros de peluche. La trajeada recepción de Nixon en el Apollo en 1971 cobra más sentido porque sabemos qué más sucede en ese país: un hombre desnudo manifestándose por la paz el domingo de Pascua. Tenemos que saber estas cosas: mientras una pareja pasea dos chimpancés arropados entre los brazos como si fueran bebés, un payaso corre ante un toro en un rodeo y una mujer acompañada de dos niños ve arder un cubo de basura. Las fotos de Winogrand no son iconos, porque lo vivo no resiste la idealización. Todo tiene su envés. La vida es, efectivamente, en blanco y negro.
Cuando nos acercamos a fotos como estas, nos seduce lo coyuntural, lo antropológico. Nos atrae esa realidad distinta y por tanto exótica: las indumentarias, costumbres y espacios de un lugar que no conocemos, de un tiempo que no va a volver. Pero lo que nos hace quedarnos, seguir mirando, es, por el contrario, lo común. Lo que reconocemos. Este paseo por los Estados Unidos de los años 50, 60, 70, se detiene en un hombre que abraza con firmeza por la espalda a una mujer, se detiene en la mirada brillante que se alza en medio de una manifestación, se detiene en un abrazo junto a una puerta de embarque. Esta retrospectiva ofrece una mirada a un tiempo —ese tiempo norteamericano— que, para bien o para mal, también nos es fundacional y conocido. Un tiempo a caballo entre el ensueño y las precariedades. Un país hecho de rostros: tan distintos a los nuestros, tan parecidos a los nuestros.