(Reseña publicada en el número 21 de Nayagua, la revista del Centro de Poesía José Hierro. La revista se puede leer completa o descargar libremente aquí).
Antes de desaparecer, ¿se ve un fulgor?
Antes de desaparecer, ¿se escuchan palabras reveladoras?
Antes de desaparecer, ¿se siente a lo que se apaga resistirse con ferocidad a ese destino?
¿Qué ocurre “antes de desaparecer”? El título del último libro de Laura Giordani (Córdoba, Argentina, 1964) abre la puerta de un misterio. Leerlo es seguir huellas que ‒sabemos de antemano‒ nos van a llevar a algo que ya no está.
Antes de desaparecer, lo vivo deja un rastro. La escritura de esta poeta es un ir recogiendo las señales. Como en sus anteriores trabajos, se fija en lo que es “imperceptible a los ojos necrosados por el vértigo”: la envoltura de una chicharra en el tronco después de la muda, los dientes de leche que guarda una madre, un esqueleto de gorrión, hojas a punto de caer. Eso que es tan frágil y que sin embargo permanece dando prueba de que algo, más frágil aún, existió y sucumbió ‒“testimonio de una epifanía que solo podemos sospechar”‒. Es la suya una “escritura erigida en torno a la ausencia”: lo que se nombra señala a lo que no está.
Pero en la apuesta poética (y necesariamente ética) de Giordani, ir siguiendo huellas de lo que ha desaparecido no genera desazón. Al contrario: desgranados con serenidad y precisión, estos rastros se entienden como anclajes para la mirada, como puntos de apoyo para una comprensión distinta del mundo. Lo que ella ve es el reverso de lo evidente, una conexión sutil entre las cosas que revela otro orden posible: “la savia del poema / circula / por nervaduras invisibles”. Así mirado, el mundo es una “andamiada frágil de pestañas / y meridianos”.
Uno de los lugares en que el camino de señales desemboca es la infancia, territorio por excelencia de lo perdido y de lo frágil. Máxime en tanto la que aquí se evoca es una “infancia triturada”, una infancia que vio “lo más hermoso / atropellado”, en la que se “iba floreciendo / lentamente entre muertos”. Una vez más, las cosas que resisten como frágiles esqueletos más longevos que su propia alma invocan el recuerdo: los guantes naranjas llevan a cachorros ahogados, el sobretodo azul lleva a la noche del interrogatorio, el árbol hace pensar en los ahorcados. Lo que a los ojos niños eran solo objetos deslabazados cobra sentido en el universo simbólico de los ojos adultos, y sirve de retrato revelador de un tiempo teñido de daño e incertidumbre.
De la desaparición ontológica, existencial, la lectura se desliza entonces a la crueldad intolerable de una ausencia que, por el contrario, no estaba destinada a ser: la de los desaparecidos políticos, la de los excluidos de los órdenes injustos, la de las víctimas de la violencia en cualquiera de sus formas. El ejercicio de memoria resulta en “mirar atrás / y verlos todos muertos”. Cobra entonces otro sentido aquella postura de “aferrarse al recuerdo”, ese convencimiento en que “no pueden apagarlo”. Frente al “terror a la disolución, a que el nombre propio vaya disolviéndose en la memoria”, escribir es la herramienta de justicia que permite dar cauce a una memoria genealógica, sustentada en un “dolor que hermana”, como un hilo invisible que une a los que quedaron dispersos en el país extraño de las infancias rotas.
Este mundo entero es un cementerio que muestra las carcasas de lo que dejó de ser posible. Pero hay signos que hacen esa revelación más tolerable. La de Laura Giordani es una poética de lo que late. Su escritura es una búsqueda de zahorí que confía en que, uniendo de nuevo lo que se salvó de la desaparición, podremos seguir adelante como “un caracol que avanza sobre cristales rotos”. La clave de qué pueda servir en esta reconstrucción es el temblor que acompaña a lo más vivo. En su apuesta no hay tierra firme. “Somos sismógrafos” ‒apunta‒: “solo si hay temblor hay escritura”. Temblor de asombro, temblor de amor, temblor de miedo.
La escritura, así, pasa por remover “la tierra negrísima del corazón” y “desenterrar a ciegas”. Consiste en “abrir barrancas (…) por las que despeñarse”, en “tantear lo que duele”. Pero es un camino de ida y vuelta: porque es también precisamente la poesía lo que puede rescatarnos. En la última parte del libro, Laura Giordani propone “nueve infinitivos para el regreso”. La palabra aparece como “nuestra última / resistencia / antes de desaparecer”, la poesía nos permite “volver allí (…) para no seguir / tirando los dados / sobre una mesa inclinada / de antemano a la derrota”. Comprender la desaparición no es así vocación de ceniza sino la condición del momento lúcido. Porque “la revelación no viene de lo alto, sube por los talones”, y las huellas que resisten a la muerte son señales que trazan un camino anhelado que permite desandar el tiempo y desde ahí reconstruirse. Decir es lo contrario a la desaparición; decir es una resistencia a la caducidad.
Antes de desaparecer, se conoció el temblor.
Antes de desaparecer, se vio otro orden posible del mundo.
Antes de desaparecer, se habló.
Y la palabra, “semilla desvalida que se abre paso”, es la huella que queda hoy, como talismán para la supervivencia. Escribir es construir sobre barro, como vivir lo es. Pero el barro es fértil y es dúctil: el barro es lo que aún no es sólido y por eso todavía alberga posibilidades.
Antes de desaparecer, la responsabilidad de vivir: vivir entre tanto muerto, como una señal más a la que pueda aferrarse la resistencia de otros.