(Reseña publicada en el número de diciembre del periódico La Marea y online aquí).
En un macetero urbano del barrio de la Magdalena de Zaragoza, una pintada le dice al árbol escuálido que alberga: “No crezcas, florece”. En alguno de esos resquicios donde se cruzan realidad y ficción, el autor de este grafiti bien pudiera ser el viejo Leandro Balseiro, uno de los protagonistas de Artes subversivas para cultivar jardines, la última novela de Teresa Moure (Monforte de Lemos, 1969), o alguno de sus alocados descendientes.
En un tiempo en que sólo parece importar lo que da fruto, plantar flores es un arte subversivo. Así lo parecía saber el viejo Balseiro, patriarca por lo demás trágico: “Él no era un revolucionario (…) Su único mérito estaba en que sabía hacer florecer todo”. Inspirados por su recuerdo, una troupe de personajes descabalados hacen nacer la idea de una intervención: resucitar los jardines colgantes de Babilonia en una cantera abandonada de lo más hondo de Galicia.
Intervención, que no obra: una acción que “debía denunciar la ineptitud de los gobernantes, debía enraizarse en el país, tirar de lo que es suyo, debía conmover las conciencias dormidas y disponerlas a la actuación, además de alertarlas sobre los problemas reales del tiempo que nos ha tocado vivir. (…) Tenía que leerse como una provocación viva; tenía que quemar como lava ardiendo”. En su idea casi casual, casi inocente, de lo que pudiera ser arte, el comando de los Balseiro interviene en el orden de las cosas. Hace irrumpir la vida en un mundo rural moribundo, hace irrumpir la naturaleza en las mentes cuadriculadas de los intelectuales, hace irrumpir en el mundo una comarca que estaba siendo borrada del mapa, hace irrumpir la imaginación en quien lee sin saber ya lo que es verosímil y lo que es mágico. Su intervención es un modo de “poner orden en la memoria colectiva”, una forma de arrojar luz sobre “las claves ocultas, los entresijos, lo no vivido”.
Con lenguaje poético (la traducción del gallego al castellano es de la propia autora) y una perspectiva que sabe extraer de la vida sencilla un néctar de magias posibles, Teresa Moure cuenta un cuento que al mismo tiempo es, también como el arte, cuestión de miradas. La trama la trenzan cinco formas posibles de contar la historia: la de cada uno de quienes la viven. Y es que quizá lo que nos dicen los personajes que pueblan esta novela (un pianista amnésico, una madre revolucionaria, una profesora adúltera, una psiquiatra echada al monte, un artista perdido en el amor) es que no hay mayor intervención que la propia vida.
Como en otras novelas suyas (por ejemplo en Hierba Mora, una de las pocas accesibles en su traducción al castellano), lo esencial de la historia son esos personajes que intentan hacer lo mejor posible de su existencia, tomar decisiones pese a saber que “determinados poderes no permiten que el mundo sea un escenario donde cada uno vacíe lo que lleva dentro”.
En la presentación en Madrid de Artes subversivas para cultivar jardines, Teresa Moure aventuró una definición posible de arte: “sacar las cosas de su sitio”. Y luego, otra: “o tal vez el arte sea volver a poner las cosas en su sitio”. En un momento de la novela, alguien tacha de utópica la propuesta de los protagonistas. Utopía, responde uno de los narradores, es sin embargo un término que “no alude tanto a la posibilidad lógica de realización de un determinado proyecto, sino a ese sentimiento que anega a quien realiza una apuesta que se sale de las lindes de lo que estaba marcado”. Como las flores en tiempos de frutos, como el arte en las canteras muertas, como la voluntad de que el mundo sea un poco mejor, como esta novela.