Ocupar el imaginario

(Reseña publicada en la versión digital del periódico La Marea el 14 de julio de 2014).

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Escribe el poeta Jorge Riechmann que “en la sociedad del espectáculo, al arte y la cultura se les plantea un problema especial: porque quienes dominan el mundo nos tienen agarrados por los cojones de la imaginación”. Las representaciones de las relaciones, las ocupaciones, los deseos y los sueños que pueblan las páginas y pantallas que a su vez pueblan nuestros días suelen apuntar hacia modos de vida muy determinados, en una forma de ideología subterránea que impregna nuestra visión del mundo sin que casi nos percatemos. Nos recuerda también a menudo el filósofo Santiago Alba Rico que sin imaginación, esa facultad que nos permite ponernos en el lugar de los otros, no nos cabe siquiera la opción de llegar a vivir otros mundos posibles.

Necesitamos, entonces, entrenar la imaginación. Hacerla capaz de pergeñar las representaciones que nos ayuden a creer, a crear, esos otros mundos posibles. Necesitamos novelas en las que los osados no acaben muertos, películas en las que triunfen amores felices que rompan moldes, cuadros que retraten lo escondido. Necesitamos poder tararear estribillos que nos den fuerzas para lo que nos importa. Ocupar el imaginario para hacer de él un lugar habitable. Es por eso que la aparición de trabajos como Resituación, el último disco de Nacho Vegas (Gijón, 1974) son una buena noticia, un soplo de aire fresco.

El mundo que pintan las letras de estas once canciones, lo conocemos. “Vivo en la ciudad más triste que jamás / un triste urbanista pudo imaginar”, escribe Nacho, y las estrofas desgranan las razones y matices de esa tristeza. Se reconoce al Vegas de siempre: la oscuridad, la profunda ironía amarga de los tiempos difíciles. Pero ocurre en Resituación que, ahora, esta oscuridad no es individual. La “ciudad vampira” desde la que canta no lo es porque la mire un alma atormentada, sino por el efecto de los desahucios, de la corrupción o de esa suerte de mandamientos del sálvese quien pueda que se desgranan en “Libertariana Song”: “El amor y la caridad empiezan por uno mismo. / He leído en un tratado de pornoindividualismo / que no, no, no, no hay más vida aquí que esta que yo elegí”. De melodía en melodía desfilan personajes y paisajes: esos “actores poco memorables” que “dirías que son igual que tú” en su modo de poblar la película de cada día, ese relato en el que descubrimos que “ya no solo estamos solos, / ya no solo estamos rotos, / estamos también indefensos”. Un mundo en el que “nunca hay gente a salvo / y reina la confusión”. Y en el que, además, “te tiene que entrar que esto es la libertad / y que todo lo demás, caos o sometimiento”.

Pero el mayor giro que se produce este nuevo trabajo del asturiano es que, donde antes habría cantado, quizá, aquello de que “en la guerra / saber ser un buen perdedor / es más importante que la paz y que el amor”, ahora nos insta más bien a “exigir que nos devuelvan la ciudad / y reparar esta tristeza desde hoy”. “De pronto un ruido, un motivo de celebración”, susurra en su voz ahogada siempre reconocible, y, a modo de confesión, remacha: “yo me creía muerto pero hoy sé que estoy / vivo y que concibo otro lugar”. Es esa, seguramente, la resituación: la suya y la de tantos. Una toma de posición que ya se anunciaba en algunos temas de Cómo hacer crac (su disco de 2011) y que tiene que ver con salir de la casa, de la propia vida, para fundirse en lo colectivo. “Llamé a mis dos únicos amigos, / hoy hay otros mil que alguno habrá traído”; “el miedo ha dejado de ser la actitud, / suena en cada cabeza un hermoso runrún”.

No se trata de seguir girando en torno al viejo debate de si el arte debe o no fundarse en torno a un contenido político. Quizá si hay un mínimo común denominador de lo que nos cabe esperar de los empeños y desempeños de la cultura y sus artífices sea que lo que se nos ofrece sepa rozar la vida: su complejidad, su dolor y su luz, su misterio. Y como esa vida está -inevitable, ineludiblemente- atravesada por lo político, explicitarlo, recordarlo, parece una obligación de responsabilidad. Particularmente en tiempos como los que vivimos, cuando “hay fantasmas recorriendo Europa entera, / van desde Berlín a Pola Lena. / Se oyen ruidos de cadenas / que hoy chasquean, hoy que hay luna llena”.

No se trata, al cabo, sino de hacer las cosas como se hacen en la casa y en la calle: con amor, con humor, con motivos, sin concesiones. Así, las tomas de conciencia, los encuentros, las luchas, se convierten en “actos que reviven siempre en la canción”. Y no solo en el discurso, sino también en las formas: hemos aprendido a hacer de otra manera, y Nacho también. “Nos quieren en soledad, nos tendrán en común”, repite el estribillo de “Runrún”, un tema en el que colabora el coro del colectivo cultural Ladinamo y del centro social autogestionado madrileño Patio Maravillas, y que el autor cedió al Movimiento por la Democracia. De igual modo, en el videoclip de “Polvorado” (con dirección de Ramón Lluís Bande y fotografías de Javier Bauluz) son trabajadores de empresas asturianas que han perdido recientemente sus empleos quienes ponen cuerpo a una letra que afirma: “polvo somos, lo sabemos / y en pólvora nos convertiremos”.

“Todo cuanto hemos pasado / se revela hoy bajo esta luz”. No es un disco optimista: nadie esperaría eso de Nacho Vegas. “La vida manca”, dice la última canción, la vida hace daño. Pero esa misma canción es un repaso por los lugares y las personas que convierten la ciudad más triste del mundo en un lugar desde el que echar a andar. “Rebuscando la alegría, / persiguiéndola en cada conversación, / porque si algo ha de ocurrir, / por favor, que ocurra aquí”. No es optimismo, pero tener qué tararear ya es otro lugar: un lugar donde encontrarnos. La posibilidad de imaginar que los días discurran sin tristeza; la firmeza a la que ayudan los referentes. La alegría que dan los versos en los que reconocerse.

“Ven que aquí estamos a salvo, / oye esta nueva canción, / y cuando termine, que empiece la resituación”.

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