(Artículo publicado en el número 7 de la revista Números Rojos).
“Yo no canto mi canción / sino a quien conmigo va”, se deja escuchar la memoria popular en el anónimo Romance del conde Arnaldos. Esa fue, según cuenta, la respuesta que un marinero se atrevió a dar a las preguntas de todo un conde, y que nos recuerda que aquello que consideramos importante se protege distinguiendo con nitidez con quién queremos compartirlo y con quién no. Para el común de la gente, la seguridad –que no es al cabo sino la posibilidad de vivir en calma– ha ido siempre de la mano de saber en quién se confía.
El poder, sin embargo, entiende la seguridad más bien como la certeza de que podrá conservar sin cambios el estado de cosas. Desde esa perspectiva, lo que puede garantizarla es el control: que nada quede sin ser visto, que nadie pueda dejar de responder a las preguntas que se le hagan. Las recientes revelaciones sobre el programa PRISM –ese en virtud del cual el Gobierno estadounidense se ha garantizado el acceso a buena parte de los datos personales de ciudadanos de todo el mundo a través de la connivencia de las principales empresas de comunicación– revelan hasta qué punto se ha logrado hacer imperar ese punto de vista. Episodios desgarradores de la Historia reciente como los atentados del 11-S y el 11-M han servido para extender una sensación de peligro permanente, y con ella la idea de que la privacidad es una amenaza para el bien común, más que un bien en sí misma: “No se puede tener un 100% de seguridad y un 100% de privacidad. Hay que hacer concesiones”, respondió a las quejas el presidente Obama.
En paralelo al afianzamiento de esta concepción se ha venido produciendo, además, una inmensa extensión de lo que se considera factor de inseguridad. El epíteto “terrorista” se aplica ahora a cualquier actividad que esté en desacuerdo con el orden vigente. Desde esa perspectiva, todos estamos bajo sospecha, todos somos potenciales enemigos. Cuando “lo normal” se convierte en un criterio moral o incluso legal, nadie escapa a la posibilidad de ser acusado por vivir su vida.
Y conocer esas vidas es ahora más sencillo que nunca. Si lo que las filtraciones revelan es inquietante en lo que tiene de intrusión violenta, de allanamiento de morada, no es menos inquietante en tanto nos pone de frente con el hecho de que la renuncia a nuestra intimidad ya la hemos venido haciendo sin que nadie nos lo pidiera. Teléfonos moviles con gps, redes sociales, streaming de eventos, toda clase de aplicaciones destinadas a que en cada momento digamos dónde estamos, con quién, haciendo qué. El entretenimiento ha hecho calar por la vía dulce la obligación de cantar nuestra intimidad a los cuatro vientos, una ideología en la que quien guarda su privacidad parece sospechoso.
El marinero del romance, en nuestros días, ha subido su canción a Youtube y, hambriento de feedback, se ha asegurado en tres o cuatro redes sociales de que nadie quede sin escucharla. Desde su castillo en la colina, el conde ya no tiene ni que preguntar. Pero si el marinero se revela diferente, si se junta con gente sospechosa, si viene de fuera o dice en su canción palabras tabú, entonces entrará en la lista negra de los potenciales-cualquier-cosa. Y el conde se ha ocupado bien de crear el estado de opinión perfecto para que si llega ese momento a nadie le parezca extraño que se ponga al marinero en cuarentena.
“Nunca estarás seguro, sean cuales sean las protecciones que uses”, dijo en una entrevista Edward Snowden, el enigmático revelador de los secretos del Estado que no permite secretos. Quizá no era consciente de que gran parte de lo subversivo de su actitud se condensaba en esa afirmación: le daba la vuelta a la ecuación entre seguridad e intimidad que estaba presentando el discurso oficial. Recordaba que lo que debe preocuparnos de manera más acuciante no es un hipotético ataque externo, sino la cotidiana violencia del control y el modo en que asentimos sonrientes a ella, abriéndole de par en par, cada día, la puerta de nuestras vidas.
Muy bien, muy bueno, para que no me comprometa esta opinión, no vaya a ser… no firmo,
El Rusco