[Artículo publicado en el número 18 de la revista Nayagua, que puede descargarse aquí. El encargo era “mirar un poema”: en concreto “Historia para muchachos”, de José Hierro, que puede leerse (u oírse en la voz del poeta) por ejemplo aquí].
Cuando el mar habla de sí mismo, no habla de algo que se llame mar. Habla del plancton que flotando es diminuto alimento inagotable, habla del pez que en la sima más honda ve como quien oye, habla de los barcos hundidos cuyos tesoros oxidados no encuentra nadie, habla de cadáveres que llegan a la arena arrastrando lo que ya no va a ocurrir, habla mensajes ahogados en botellas, habla Pangea.
Cuando un hombre, una mujer, hablan de sí mismos, hablan de algo que es vivir. Y a veces –solo a veces– ese vivir condensa el pulmón herido y las guerras injustas, el miedo inescrutable y la extraña valentía, una idioma sin letras y una mirada antigua, el amor de los niños, las derivas de la sangre.
Cuando un poeta habla de lo marino, cuando un poeta habla de lo humano, sabe que poco puede hacer.
Acaso apenas recordar la sensación primera de haber estado mirando –una tarde, en vacaciones– el agua infinita.
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«Que artesanía de olas y de días / son necesarias para producirse / el prodigio de un árbol de coral / la fantasía helicoidal de un caracol» [1]. Cuando un poeta habla del oficio de la poesía le ocurre como cuando habla del mar o de la gente: lo inasible se impone. Pueden tan poco las palabras…
«¿Cómo hacerlo sentir?», se pregunta Hierro cuando ha nombrado el mar bajo el sol de septiembre y el primer salario, la cárcel en que no debió estar y a quienes no le comprenden, la misa y los niños. «¿Cómo hacerlo sentir?», se pregunta Hierro cuando intenta contarse a sí mismo. «Él no puede dar vino, /nostalgia a los demás: sólo palabras. / Si les pudiese dar acción…» [2].
Intenta el poeta, intenta el hombre, que la escritura sea vehículo de justicia y de ternura, vehículo de verdad y de algo así como un pequeño cambio en el rumbo de los días por venir. Intenta el poeta aligerar el peso de su carga dejándolo grabado en las palabras. Siente que no lo logra. Sale a dar su paseo. «Pasa –dicen– cegado, / sin ver lo que sucede alrededor».
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Necesitó Hierro para hablar de metáforas recuperar la fría consistencia de la palabra «cilindrador», el dolor de los dedos que manejan metales. Necesitó evocar el hondo cansancio del palero cuando después del día llega a casa con las manos manchadas de tierra y quiere acariciar. «Moldeador, listero en una obra…»: necesitó Hierro la visita del transportista de leña sin cuya fuerza no serán habitables la noche ni el invierno. «Comisionista para la venta a plazos / de libros, negro de escritor…»: para hablar de metáforas, necesitó recordar que a veces las palabras se enlatan y trafican.
«Porque no es hora ya de engrandecer, / de idealizar, de mentir bellamente, / sino que es hora de reconocer / y de aceptar», quiere el poeta escribir «un documento, no un poema / Un testimonio, una radiografía / que no pretende ser hermosa, sino útil» [3].
Y sumergido en ese empeño, no puede evitar que le duelan las flechas que le reprochan que «hable tan solo de sí mismo».
Pero dice un haiku del maestro japonés Issa que «en este mundo caminamos / por el tejado del infierno / contemplando las flores». Ver lo que ocurre alrededor no es garantía de justicia en el decir. Lo visto depende del adentro y hay entrañas más comunes que algunos paisajes. «Ando por el presente y no vivo el presente», escribe Hierro en este mismo libro [4].
Él cuenta el infierno, no las flores.
¿Ese adentro es «sí mismo», o es por el contrario «alrededor»?
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En el prólogo de sus Poesías Completas, publicado en 1962, José Hierro explica que todo lo que ha escrito en su vida es o un reportaje o una alucinación.
Reportaje: palabras que, fieles a lo visto, lo invocan con exactitud.
Alucinación: palabras cubiertas de niebla que dan nítida cuenta de lo sentido.
Explica también que en ambos casos entiende el poema como un testimonio: «El poeta denuncia. Es testigo de la defensa o de la acusación».
Aún si habla tan solo de sí mismo, este señor tiene en su yo tanto de un nosotros que cuanto sabe de sí, lo sabe de otros.
En la poesía, como en el amor, hablar de sí es a veces –solo a veces– la generosidad de quien se da, de quien se cuenta. «Perdóname si considero importante mi vida: / es todo lo que tengo, lo que tuve (…) Y cuando sepa donde la perdí / quiero ofrecerte mi destierro» [5].
Necesitó Hierro para hablar de su vida un verso ajeno.
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Nel mezzo del camin de nostra vita se alcanza la edad del padre. Se es el padre, tal vez, y ya no se diferencia: ya no se diferencian las palabras de uno de las palabras de otro.
Los que eran muchachos en el 64 son ahora nuestros padres. Alcanzaron, nel mezzo del camin della sua vita, la edad de los suyos. También es para ellos cierto ahora que sus «pequeños heroísmos adquirieron / su dimesión verdadera» y que «aquel verdor de luna de febrero, / con nieve, entre vagones / no es más que una viñeta». El tiempo opera la mezcla de recuerdos, la mezcla de olvidos. No son distintas las palabras de los padres y las de los hijos cuando todas están ya en el pasado.
(Era profético el poeta. Publicaba este poema en 1964 y ese era, exacto, el medio del camino de su vida).
Nel mezzo del camin de nostra vita se es tal vez lo que las palabras han acotado hasta ahí: «condenados por auxilio a la rebelión», por ejemplo. Nel mezzo del camin de nostra vita, las palabras ya están cargadas.
Auxilio o adhesión, se necesitan: porque tal vez el tiempo que nos queda no sea mejor.
«Se me ha borrado / la historia (la nostalgia) / y no tengo proyectos / para mañana, ni siquiera creo / que exista ese mañana (la esperanza)» [6]. Nel mezzo del camin della sua vita, el hombre vive olvido.
El poeta busca memoria.
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Memoria y olvido: por fortuna no nos es dado elegir. Quien ha vivido el horror no quiere que ese horror se olvide; pero desearía, a veces, poder olvidar.
«Esto es lo malo; los recuerdos» [7]. El olvido es a la vez castigo, error y alivio. Quien en cada letra pugna por grabar algo que sería injusto borrar, «solo un día, / un momento, tendido -la cabeza / junto a un tronco rugoso de sabina-, / olvidó».
Escribe en su autobiografía el poeta palestino Mahmud Darwix –alguien que vivió también para hacer recordar, ofreciendo su vida y su destierro– : «Olvidar es un ejercicio de la imaginación. Enseña a respetar la realidad dejando atrás el lenguaje. Es conservar la esperanza a todo trance, y la imagen incompleta del mañana» [9].
Nel mezzo del camin de nostra vita se cruzan el olvido y la memoria. Antes, todo está demasiado cerca.
Muchacho: dícese de quien no es aún capaz de olvido. Tal vez ni tan siquiera de memoria.
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Pero, ¿cómo conviven la Historia y los muchachos?
«’Ningún tiempo pasado fue mejor…’ Es posible / Nos lo dicen los jóvenes cuando les relatamos / historias que no entienden» [9].
No es del todo cierto, sin embargo, que los muchachos no entiendan. También quienes –quinta quizá del 2010– vivimos hoy un tiempo no menos hecho de derribos, «nacimos bajo el signo del cerebro» y, «predestinados para sabios, para teóricos», nos ocurrió y ocurre que «nos desbordó un día la vida, / nos tornó locos, / y les pusimos a las cosas / nuevos nombres» [10].
Si el mar vuelve a traer la misma historia, contar la Historia a los muchachos es decirles que, un día, nuevas quintas verán lo que hoy es vida como una estatua rota que los contempla.
Pero «todo tiempo pasado / era la juventud, y eso sí era mejor» [11]. Adonde se quiere regresar es al lugar donde había cosas que aún no se habían visto.
Muchachos: dícese de donde no hay Historia, y solo vida.
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No hay Historia sin memoria, pero no es lo mismo. Memoria es alucinación. Historia es reportaje.
Historia es legado y pedagogía; pero, ¡ah!: no queremos memoria de estatuas. Todo este Libro de las alucinaciones se construye oponiendo el mar a la piedra.
Hierro elige grabar el recuerdo en mar. Porque las estatuas, de tan firmes, se rompen con el tiempo, y ni siquiera podemos saber si son fieles a lo que muestran. (Hay tan poco de la cálida mujer del funcionario romano en la estatua mutilada que hoy miramos…)
Pero el mar, el alucinado mar, en su apertura, todo lo acoge.
No es lo mismo el niño que mira por primera vez el océano que el niño que, tras la inauguración del monumento, «a su sombra, riendo» [12], conversa con la piedra.
Queremos memoria viva, sí, de la poesía. Incierta Historia del mar.
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Cuenta Hierro una alucinación submarina. (Y si el mar es la vida, ¿será lo submarino eso que del pensamiento se nos desliza entre lo pensado, sin dejarnos agarrarlo?)
¿Qué hay de verdad y de sombra en la mar? ¿Qué hay de ahora y qué de ayer? ¿Dónde pueden distinguirse en la memoria el tiempo que pasó y el que aún no ha llegado?
El mar de Hierro es el mar Atlántico. El mar Cantábrico que llega brusco y al chocar contra las rocas reconfigura en pedazos toda memoria que pudiera arrastrar.
Si escribimos en la arena y la marea borra, nada nos dice que sea imposible, en lo infinito del tiempo, que lo borrado se escriba de nuevo, en otra costa, por un mágico azar que recoloque los granos de arena mecidos por el agua.
Así las palabras. A veces atinando.
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Pero, ¿cuáles son los ríos que alimentan este mar?
Sobre el puente de Brooklyn, ensimismado, el cantor ve que el río lleva muertos. En el río de la alucinación, en Salamanca, «de pronto, / deslumbradoramente, / el agua cristaliza / en diamante» [13].
El pasado deja sedimentos de horror y la culpa de los supervivientes. A solas consigo mismo y con el río, «este señor apetecía ser / el Desdichado de la tierra / el más miserable que nadie / el más solitario que todos».
Pero trae también la corriente el desapego: «ya no me importan nada / mis versos ni mi vida. / Lo mismo exactamente que a vosotros». «Esa serenidad (o indiferencia: como queráis llamarlo) / dan los días. Incluso puedo mezclar en un poema, / sin temor al ridículo, / estos nombres de ríos navegables y abiertos –Sena, Támesis–,/ con los de cauces secos –Manzanares–» [14].
Recogidas todas esas aguas, el mar «era lo mismo que un pantano». Pero también «un sueño de oro entre las dos sirenas / que interrumpían el trabajo».
Solo cabe hacerle al santo una pregunta: «Dime si merecía la pena» [15].
Pero si el mar puede volver, cabe la vida.
* * *
¿Vuelve el mar si escribo mar?«Si entendieseis por qué viví… / Si sospechaseis cómo quise ser descifrado, / contagiar, vaciarme, a través de unas pálidas palabras / que daba vida el son más que el sentido…» [16] Pero poco, tan poco, pueden las palabras…
Gana el mar al papel, igual que gana a la piedra.
«Será mejor cambiar de tema, / dejar de hablar, aunque necesitaba / deciros esto».
Sin embargo, cuando se ven seguidos los libros en las obras completas de José Hierro, tras este que anuncia un largo y cumplido silencio, irrumpe el título de otro que, décadas más tarde, dice: «Agenda».
«Agenda». Vamos a la etimología: agenda, plural de agendum. «Cosas que deben ser hechas».
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El poeta quiere acción. Palabras que salgan del papel y se hagan mar y se hagan piedra.
Alucinación: «Hay un momento que no es mío, / no sé si en el pasado, en el futuro, / si en lo imposible… Y lo acaricio, lo hago / presente, ardiente, con la poesía» [17].
Reportaje: «Volvamos a la realidad. // La realidad ha sido anoche / una habitación en penumbra, / con música, cristal y humo» [18].
Como burla del tiempo, como permanente mezzo cammin de nostra vita, la poesía rescata –resucita– instantes que no se sabe si son vida o sueño, pasado o futuro, alucinación o reportaje, mar o piedra:
Madama Leontine, gorda y espiritual, rebosa el papel y llena las guerras de gozo y de carne. Entre líneas el niño llora en la iglesia bajo la verde luz de una vidriera. Por los márgenes corren mareas de obreros hacia la playa, y, entre dos sirenas de tinta, se quedan quietos sobre la arena, agarrando los tirantes de sus monos azules, las manos en los bolsillos de sus petos marrones. En un epílogo Hierro niño, con fondo de grúas, fija para la Historia una cadena de oro y una frase banal.
El papel gana al mar como el mar a la piedra.
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Notas:
[1] Del poema «El héroe». (Todas las citas pertenecen a poemas del Libro de las alucinaciones, a menos que se indique lo contrario).
[2] Del poema «Teoría».
[3] Del poema «El pasaporte».
[4] Del poema «Cae el sol».
[5] Del poema «Cae el sol».
[6] Del poema «Cae el sol».
[7] Del poema «Alucinación submarina».
[8] En presencia de la ausencia, Pre-Textos, 2011, p. 190. Traducción de Luz Gómez García.
[9] Del poema «Alucinación submarina».
[10] Del poema «Generación» (en Tierra sin nosotros).
[11] Del poema «Alucinación submarina».
[12] Del poema «Inauguración de monumento».
[13] Del poema «Alucinación en Salamanca».
[14] Del poema «El pasaporte».
[15] Del poema «Yepes cocktail».
[16] Del poema «Alucinación submarina».
[17] Del poema «Alucinación».
[18] Del poema «Retrato en un concierto».
Sólo quería saber si en prosa eras tan salvaje y luz como en verso. Puede que en realidad ya no haya diferencia entre las dos cosas, ni entre la alucinación, la historia y la memoria. Me ha encantado el texto.
Muchas gracias por tus generosas palabras, Carlota. Disculpa que no te contestara antes, no me llegó aviso del comentario y hasta hoy no lo vi. Me alegra mucho que el texto te haya interesado: yo también creo que alucinación, historia y memoria, como prosa y poesía, como visión y lenguaje, van de la mano. Y que son luz
¡Un saludo y bienvenida a este espacio!