(Artículo publicado en el número 19 [marzo 2012] de la revista ATLÁNTICA XII. En el 20, que ya está en los quioscos, va otro, que lleva por título “Las elecciones” y habla… de eso del elegir, naturalmente).
En un intento por explicar cómo funcionan los relatos, el escritor estadounidense Kurt Vonnegut llegó (en un artículo incluido en su libro «Un hombre sin patria») a lo que podría parecer una conclusión desasosegante: que no sabemos, no podemos saber, cuáles son las buenas noticias y cuáles las malas. «Si muero (Dios no lo quiera), me gustaría ir al cielo para preguntarle al que manda allá arriba: oye, ¿cuáles eran las buenas noticias y cuáles eran las malas noticias?».
En esa confusión andamos, pero nos empeñamos en pensar que no. Nadie puede asegurarnos cuáles serán las (buenas, malas) consecuencias de un acontecimiento: ¿quién se atrevería a afirmar que una muerte no acarreará un amor, que un amor no acarreará una muerte? Sin embargo, este tiempo nuestro, que contamos como caracterizado por un diluvio imparable de información permanente, es sobre todo la era de la afirmación. Sobrepasados por el vértigo del continuo enterarnos de breves datos sobre el mundo y sus habitantes, necesitamos ordenarlos. La sobreabundancia de nociones no implica conocimiento, pero una sed ancestral nos mueve (como siempre, pero quizá más que nunca) a crear la ficción de que sí. De que sí, y de que sirve de algo.
Así que convertimos lo que ocurre en noticia, enfriándolo como si estuviese aislado en el discurrir del tiempo, ajeno a los engarces que lo unen a lo que pasó antes, a lo que pasará luego. Y lo etiquetamos, en la misma operación, con una de las dos opciones de los ángeles que pueblan los hombros.
Ocurre con los periódicos, pero también con la vida. Desde pequeñas entendemos que hay determinados objetivos que significan alegría, y algunos lugares del camino que no pueden mirarse sino con tristeza. Como si las circunstancias y los matices no existieran, quien se atreva a buscar lo malo, a llorar lo bueno, recibirá todos los nombres del delirio.
Un orden social significa una lógica mental; pensar es pensar dentro de un código. Aprender, entonces, es ir sabiendo dónde colocar todo lo que ocurre en una suerte de casillero mental, tallado con juicios. Si la información tiene un valor de cambio, si sus motivos requieren justificar o delinear, es necesario acotar los espacios sin lugar a desviaciones. Si no hay hecho que no sea noticia, ni noticia que venga sin su etiqueta, podemos irnos fabricando certezas: pensar que sabemos. Y entonces, creemos poder saber lo que cabe esperar y desear. Y, por tanto, lo que cabe y no cabe hacer.
La perspectiva de futuro envenena las posibilidades del tiempo. Pensar como bueno o malo un hito del discurrir coarta sus posibilidades, condiciona el relato por venir, condena los hechos a un decurso de dolor o de risa.
Pero si un orden significa una lógica, un pensamiento que la subvierta abre la posibilidad de un mundo. Pensar lo que ocurre en su apertura (cuestionando no solo la agenda de importancias que se nos impone, sino también la manera en la que ésta se dibuja) permitiría quizá trabajar con lo que de hecho hay, y modelarlo delicadamente para una genuina alegría ajena a las casillas, para un aligeramiento del daño, para un aprendizaje que no sea esclavo, para continuar ensanchando el marco de lo que puede ser.
Una vez el dios de Vonnegut se apareció. La historia (que algunos conocimos a través de la película «La guerra de Charlie Wilson») cuenta que a un joven le regalaron un caballo. Todos en su aldea dijeron: «¡Qué maravilla, tiene un caballo!». Salvo el maestro zen, que dijo: «Ya se verá». Un día, el chico cayó de su caballo, y se rompió una pierna. «¡Qué terrible», dijeron todos en el pueblo, «¡se ha roto la pierna!». «Ya se verá», fue la respuesta tranquila del maestro. Entonces estalló una guerra, y todos los hombres debieron partir al frente, salvo el que había quedado lisiado por la caída. Todos se alegraron mucho por él.
El maestro zen dijo: «Ya se verá…»
Kurt Vonnegut murió hace unos años.
Quizá cuando llegó al cielo y le preguntó al dios su veredicto sobre la historia, este le respondió, simplemente, que haría mejor en ir a preguntarle al maestro zen.
A veces dan ganas de deconstruir una noticia, de inventarse parte de esas ebras intrincadas que han dado lugar al suceso que describe. Y de dejar, por supuesto, un final abierto.