Jazmines en el pelo y rosas en la cara, el gato ha vuelto. Se despereza discretamente, pensando en ponerse de nuevo en marcha.
Estuvimos, él y yo, unas semanitas por España. Disfrutando, efectivamente, de esa curiosa sensanción -cuando se llega desde este otro lado del mundo- de que las cosas sean fáciles y salgan a la primera, de que en las tiendas haya lo que buscas, de no jugarte la integridad física al cruzar la calle. Ese extraño relax no exento de incertidumbres. Calladitos, como en mes de reflexión, disfrutamos también de algunas otras cosas: los buenos amigos, la anárquica alegría de los días que son como todos debieran. Las energías para que todos sean así.
Luego volvimos a Marruecos, a la casa un poco más fría de Rabat, justo a tiempo para abrirle la puerta a una visita muy anhelada. Es curioso, lo de las visitas: le dan a una la oportunidad de contar el país, de poner sobre la mesa las cartas de lo que se ha ido entendiendo, de repasar las ilusiones del estar aquí. Así empezó a desperezarse el gato. Contando despreocupadamente.
Y aquí estamos.
Este volver está siendo emocionante por todo eso que está ocurriendo en esta orilla del mundo. Estallidos de jazmines.
Crucé el Estrecho con la ilusión de enterarme cómo se está viviendo aquí esta adelantada primavera de gritos y puños. Me encontré, como esperaba, con que Marruecos, en apariencia, no sabe y no contesta. Y con que, como cabría esperar, nada es tampoco tan simple.
Miramos esa sorprendente ola que se extiende entre los hijos de Alá con emoción, conmovidos. Imágenes que nos recuerdan otros momentos de la Historia nos ponen la piel de gallina. Nos entran ganas de llorar. Celebramos Túnez desde el asombro. Miramos a Egipto con el corazón en un puño, todas las energías concentradas en que ese ejército decida bien y caigan flores desde los cazas.
Vemos extenderse el rosa en Yemen, queremos acompañar a Damasco el próximo día 5 y a Argel el 12. Exaltados, botamos de alegría y al tiempo angustia cuando vemos lo lejos que se alcanza el miedo de los que mandan. Creíamos -aun sin querer creerlo- que la revolución de los árabes no sería una de izquierdas, pero ahora nos llena de alegría sentirnos de algún modo compañeros de los que toman las calles. Brindamos con los turcos.
Esta revolución nos da a soñar modos de hermandad que parecían viejos.
Entre nostálgicos y visionarios, casi no nos atrevemos a pronunciar para nuestros adentros ese brote de esperanza: ¿y si fuera ésta la ola que estábamos esperando?
Y entretanto, ¿con Marruecos qué pasa? ¿Tan calladito está?
Leíamos ayer en la prensa:
El rey Mohamed VI de Marruecos debe considerar que su país no se va a contagiar de las revueltas que recorren el mundo árabe. El viernes llegó al aeropuerto privado de Le Bourget (París) y de ahí se trasladó a su castillo de Betz, a 70 kilómetros al noreste de la capital francesa, donde pasa unos días de descanso, según fuentes conocedoras de su estancia. El castillo y las 70 hectáreas de terreno que le rodean fueron adquiridos por Hassan II en los años setenta.
(…) Tres días después del derrocamiento, el 14 de enero, del presidente de Túnez, Zine el Abidine Ben Ali, el Ministerio de Asuntos Exteriores marroquí hizo público un comunicado en el que expresaba “sentimientos de profunda solidaridad (…) con el pueblo tunecino en su conjunto en esta etapa crucial y delicada de su historia”. Las autoridades marroquíes no han comentado, por ahora, los últimos acontecimientos en Egipto.
La web informativa marroquí Hespress señaló que Mohamed VI había viajado a Francia junto a una delegación mixta de altos cargos de seguridad y militares, además de consejeros reales, para analizar con las autoridades francesas la nueva situación en el Magreb.
Mientras, en las calles, no hay cartel, pancarta o grito que parezca indicar que alguien está atento a algo.
Sin embargo, mi admirada revista TelQuel, siempre con las uñas fuera, acaba así su editorial esta semana:
Nos damos cuenta hoy de que todas estas cuestiones interesan a los marroquíes, a todos los marroquíes. El debate, que durante mucho tiempo ha sido confiscado por las élites intelectuales y la nomenklatura militar y de seguridad, se desplaza al lado del Don y Doña Cualesquiera. Es como si hubiésemos vuelto a los años 1960, cuando un viento de izquierda soplaba sobre el reino, y es toda una alegría ver que el debate político “desciende” de nuevo a las calles, entra en los cafés populares y todos los espacios publicos, se invita a la casa de todas las familias y alimenta las conversaciones que pueden mantener los hombres que nunca han leído un libro.
Es importante no olvidar que en Marruecos sigue pasando lo que ahora todo el mundo da por obvio respecto a Túnez: nadie dice alto y claro, ni fuera ni dentro, que “esto no es una democracia ni por aproximación”. De aquí también se cuenta sólo colorido, pintoresquismo y “progreso”, como bien recuerda Santiago Alba Rico que se contaba de Túnez. Y que no, que no. Que cuando estalle nadie diga que no se había enterado.
Nuestro colega y hasta hace poco vecino Antonio Navarro analizaba así, en un interesante artículo, algunas de las claves de ese silencio gritón, de ese decir soterrado:
Son las tres de la tarde. Un grupo de unos doscientos jóvenes veinteañeros, portando pancartas y vistiendo unos llamativos petos color butano, protesta a las puertas del Parlamento de Rabat. La escena se produjo la pasada semana, pero es una fotografía fija en los últimos años. Se quejan de la falta de oportunidades laborales del mercado marroquí para ellos, licenciados universitarios. Aspiran a los insuficientes salarios de la administración pública, si tienen la suerte de acceder a ella, que rondarían aproximadamente los 250 euros mensuales. Blanden retratos del Rey y banderas nacionales. Quieren dejar claro que su protesta no va dirigida contra la figura del jefe del Estado y emir de los creyentes. La crítica tiene como blanco la desacreditada clase política, la corrupción de los dirigentes, un etéreo estado general de las cosas que se afanan por desvincularse de las responsabilidades y las buenas intenciones del monarca alauí. En ello estriba precisamente una de las diferencias que hacen el caso marroquí distinto del argelino, tunecino, libio o egipcio. En los demás vecinos norteafricanos la figura del mandatario no está investida de un carácter religioso y divino como en el caso de Marruecos y el pueblo es consciente del origen civil de la autoridad del general Buteflika, del coronel Gadafi o del octogenario presidente egipcio Hosni Mubarak.
No obstante, hasta el poniente de Marruecos se han dejado sentir aires del vendaval de Túnez. Aunque silenciados por la censura oficial –el retroceso en la libertad de prensa en los últimos meses en el país es evidente: el cierre del semanario Nichane, la delegación de Al Jazeera y los problemas sufridos por la prensa española lo atestiguan–, varias localidades marroquíes han registrado en los últimos días pequeñas concentraciones de protestas por la carestía de precios. La elevada tasa de analfabetismo –según ciertas fuentes superior al 50% de la población– explica, en suma, la debilidad y la falta de organización de la protesta, en una diferencia fundamental respecto a los vecinos tunecino, sobre todo, y argelino en menor medida.
¿Se habla, entonces? ¿Hay o no hay escalofrío en el alma de Marruecos?
En una entrevista multitudinaria, el corresponsal-en-tantas-partes Javier Valenzuela lo resume estupendamente:
El régimen, como todos sus colegas, debe de haber dado instrucciones para un mayor control policial urbi et orbi. Los jóvenes siguen muy atentamente lo que pasa en Túnez y Egipto. Affaire a suivre, como dicen los franceses. Por decirlo en castellano, permanezcan atentos a sus pantallas.
Y eso hacemos, permanecer atentas. Porque nos concierne. Pese a su concreción geopolítica, es también asunto nuestro. Nos reconocemos.
Esa misma revista, TelQuel publicaba la semana pasada un pequeño especial sobre el caso tunecino (ya disponible online). El título lo decía todo: “Sí, es posible“. Leímos el editorial con el corazón en un puño:
¡LO HAN HECHO!
Entonces todo vuelve a ser posible, todo está abierto de nuevo y es en sí extraordinario. Muchos de nosotros pensaban que el tiempo de las revoluciones había sido revocado. Que una revolución no era posible sin marco ideológico, sin icono político, sin luz verde y apoyo por parte del extranjero, sin organización, sin premeditación, sin red ni movimiento estructurante. Muchos pensaban que la calle, la multitud, la masa, el puebo árabe, no son más que un juguete, pasta para modelar, una cantidad despreciable e inconsecuente, algo que el poder de un hombre, uno solo, puede manipular, con lo que se puede jugar, que se puede controlar, dominar, hacer servil, aplastar o meter en el bolsillo e ignorar, olvidar. Muchos de entre nosotros pensaban, sobre todo, que un país del Tercer Mundo, árabe y musulmán, incapaz de acceder a la democracia, friolero y paranoico, vendido como un alumno estudioso pero lobotomizado, anestesiado, dormido, domesticado, no podía cambiar de régimen más que en favor de un golpe militar, de un complot político, de una maquinación fomentada por una potencia occidental o de la liquidación física del zaim, del rais, del patrón. Una revolución, pensaban, es naif, es irreal, no es algo serio, no es algo de nuestro tiempo, no puede ser para nosotros, es un delirio, es absurdo, es cosa de literatura o cine. Una revolución es una gilipollez.
Es increíble, es una locura. Los tunecinos lo han desmentido de un latigazo. Nos han dado una bofetada monumental. Han reavivado una llama, un fuego que creíamos apagado. Han sabido hablar a cada uno de nosotros y han removido algo profundo, han tocado una fibra antigua, una herida, una cosa de locos, que dormitaba, que creíamos muerta y enterrada. Esa cosa se llama esperanza. Porque se trata exactamente de eso. El viernes 14 de enero, durante toda esa jornada increíble, nuestros corazones latían muy fuerte y nuestros ojos brillaban ante las imágenes que pasaban en bucle en la televisión. Éramos una bola de nervios, vibrábamos, estábamos exultantes, habíamos sido atrapados por un auténtico desbarajuste emocional, ya no sabíamos qué decir ni qué pensar, estábamos en el aire, angustiados, estresados, totalmente incrédulos por lo que estaba pasando. Toda esta subida de adrenalina prueba, si era necesario probarlo, que somos portadores de algo.
(…)
Portadores de algo. Sin posibilidad de ignorarlo.
Así que, jazmines en el pelo y rosas en la cara, aquí seguimos el gato y la menda, dándole compulsivamente al “actualizar” del Google Reader para aumentar poco a poco esta febril revista de prensa, y de tanto en tanto mirando también por la ventana, como sin saber de dónde van a llegar las anunciaciones. Mientras intentamos también -paradoja de lo privado y lo público- organizar un poco la vida nuestra, sus nuevos pasos aquí, para que se parezca en lo más posible a esos días de flores y anarquía de los que venimos. No nos faltan los jazmines tampoco por dentro.
Por todo, se nos aparece insistentemente un poema que ya trajimos por aquí en su día pero ahora se eleva por encima de las voces entre oracular y esperanzante. Os dejamos con él y musiquita, mientras seguimos calentando motores para que esto recupere el ritmo.
La canción léanmela alegóricamente, claro. Esta flor de canela se llama como lo que está pasando, ya saben qué -ese nombre antiguo que tanto nos desgastan los dueños del orden-.
Porque es cierto que, a esa dama de hermoso nombre que se extiende poco a poco de las columnas de Hércules al mar del Golfo, menudo pie la lleva / por la vereda que se estremece / al ritmo de su cadera…
Habrá
anarquía de las rosas
perplejidad del desierto
ola en el alma de los ríos.
Las mujeres
abrirán la marcha.
(Abdellatif Laâbi)
[Todas las fotos que acompañan este texto pertenecen a un álbum creado en Facebook por una internauta egipcia llamada Leil-Zahra Mortada para mostrar la presencia de las mujeres en esas calles que no decaen].