Me pregunto a menudo qué es lo que nos gusta de vivir en el extranjero, lo que nos seduce de empezar de nuevo de cero de tiempo en tiempo en una ciudad donde el idioma, las calles, los sabores, nos son extraños.
Las más de las veces, me contesto que es la cotidianeidad de la sorpresa. Vivir en lo desconocido activa un no sé qué de las hormonas y las alertas que nos tiene más abiertos a cualquier cosa, más en vilo ante lo nuevo, más dispuestos al experimento y la aventura. Habitar un lugar en el que lo diferente es norma, en que lo otro se encarna a cada paso, tiene el encanto seductor de que todos los días se pongan patas arriba las certezas. Que en todas las tareas rutinarias haya que cuestionarse un automatismo aprendido, que en cada frase hecha se aprenda una verdad popular y necesaria.
Si esto es así cada día, los días de fiesta ya sí que son más que nada un festival del asombro antropológico.
Andaba yo necesitando una imagen que atrapara, una mágica historia que me reconciliara con el estar aquí tras esas semanas del enfado, el cuestionamiento y la tristeza que os fui contando. Una dosis de encanto para recuperar la otra cara de vivir Marruecos. Para recordar que la gente es gente, que la ciudad es ciudad, y que nada de eso tiene demasiado que ver con las derrotas que se le infligen a la vida desde los más altos lugares del poder.
Suponía que el momento llegaría esta semana. El miércoles se celebraba la fiesta del cordero, Aid el Kebir, Aid el Adha, y no dudaba en que la ocasión le regalaría al gato algún relato para cambiar el tono de su pluma -que se le estaba poniendo un poco amarga-.
Lo mejor de la sorpresa cotidiana, en un país como este al menos, es cuando te sorprende hasta en la manera de sorprender. Metasorpresa. Cuando tú vas mirando a un sitio y la sonrisa te llega, en un guiño, por otra parte.
Aid El Kebir, la fiesta grande, setenta días después de que termine el Ramadán, es el gran día familiar en que se come en comunión, se ostenta el poder, se visita a tíos lejanos, se estrenan zapatos, se consienten excesos. Aid el Adha, la fiesta del sacrificio, la Pascua mora (no os extrañe que caiga lejos de la judeocristiana, recordad que aquí el tiempo se mide en lunas) es la jornada en la que recordando la historia de Abraham se mata con las propias manos un cordero alimentado durante semanas en la bañera del piso de alquiler, en el que suenan al unísono en todo el país balidos de agonía después de que el rey dé la salida del degüello colectivo, en el que se rezan oraciones especiales para expiar pecados olvidados, en la que llegar a la Meca da más puntos para el cielo, en el que se recuerda que aquí manda Dios y pueden morir inocentes si la causa lo vale.
Iba yo por la calle desierta viendo carneros de a 200 euros esperando su turno con la nariz pegada a la ventanilla de furgonetas, pensando en que la sensación festiva (calles desiertas, risas en los jardines, un no sé qué de magia en el aire) es un universal que no entiende mucho de diferencia de culturas. Recordando que en el último libro de Orhan Pamuk la historia empieza precisamente un día de la fiesta del cordero, cuando, mientras corren, entre rezo y rezo, los licores y la maledicencia, se teje entre dos niños una historia de amor que se revelará decisiva páginas adelante; y pensando -mente novelesca- que igual en alguna casa se andaban enamorando primos lejanos así, tejiéndose futuros como tapices.
Tan ensimismada andaba haciendo la lectura que me daba la gana de las cosas que casi se me escapa el matiz que iba a tener la sorpresa en esta ocasión. Y es que podía esperarme procesiones o mercados, familias engalanadas o ríos de sangre bovina. O las cosas que nos contaba, crítico, un amigo que pasa de la fiesta: el desastre ecológico, el fervor religioso, el sinsentido consumista, la puesta en evidencia de la diferencia de clase, la violencia estructural y conservadora de la cínica obligatoriedad del rendircuentas familiar.
Pero no me esperaba que lo que más me iba a golpear en esta ocasión sería una nueva versión de una de las cosas que más me cautivan de Marruecos: el libérrimo, entrañable y asombrosamente natural uso del espacio público. La apropiación de la calle y la asombrosa transformación efímera de los escenarios cotidianos. Eso que a los llegados de las inmóviles ciudades de Occidente nos cautiva tanto. Por más que hubiera mucho que pensar de tantas otras cosas, mil interpretaciones posibles por hacer, hubo dos fotos nunca hechas que marcaron mi día del cordero e hicieron que mi reflexión festiva se inclinara en ese sentido de un improvisado apunte de antropología urbana.
Tengo que recordar algo aquí: Rabat es, en apariencia, una ciudad a la occidental. La habitan coches que no hacen ruido y señoritas con tacones y pantalones pitillo. Una ciudad con sus cajeros automáticos y sus supermercados, sus inmuebles de seis plantas, sus catenarias de tranvía. Un perfecto trasunto de Europa en el Magreb.
Aclarado esto…
Primera foto, versión uno: en esas mismas calles hechas para los atascos, por lo demás desiertas, en este día de fiesta, los hombres de las familias han salido a hacer hogueras. Agrupados por inmuebles o afinidades, avivan troncos, carbones y papel de periódicos para un fuego de humo muy negro. Instalan, tranquilamente, parrillas sobre las llamas. Esto es así en solares abandonados, en esquinas de poco tránsito. Pero también en medio de la acera, en el paso de cebra, en la esquina de junto a mi casa. Donde sea. A la puerta del edificio, al abrigo de un andamio. No hay nada más en la calle: tiendas cerradas, familias en casa. Sólo ha salido el que sale a hacer fuego.
Y luego, primera foto, versión dos. Después de la matanza ésta de inocentes subsidiarios, cada cual saca de su casa… la cabeza cortada del cordero familiar, que es lo que la tradición manda que se coma (junto con las más tiernas vísceras) el primer día, mientras el resto de la carne se prepara para el resto de la semana. Sobre las parrillas, se alinean los cráneos, listos para tostar.
Primera foto, visión de conjunto: las calles de la europea, ordenada, policial, silenciosa Rabat se llenan, por la fiesta grande, de hogueras que sostienen parrilas que sostienen hileras de cabezas de cordero. Lo siento por las sensibilidades vegetarianas, pero: cabezas tal cual, sin más miramiento. Recién cortadas. Todo huele a cuero quemado, a humo. Los niños juegan con palos tiznados, los hombres aprovechan el tiempo de cocción para camaradear. Dentro de casa, se oyen martillazos y huele a especias: las mujeres trocean, sazonan, guisan. Muchas casas tienen las puertas abiertas: se ve a quien friega la sangre del suelo, a quien traslada pieles todavía sin pelar, a quien lleva inmensas cazuelas a mesas hiperpobladas.
Mañana la ciudad volverá a ser un Madrid sin servicio de recogida de basura, un París sin alcohol.
Pero hoy… hoy, por gracia de los vecinos, es así.
Lo apuntaba ya cuando os contaba sobre el Ramadán y volví a pensar en ello en este día del Aid Al Adha: lo más cercano a la noción de extranjería que puedo señalar es quizá el sentir de la lejanía de las tradiciones en un día de fiesta. No tener amigos lo suficientemente cercanos como para poder comer cordero en familia (casi lo agradecí, la verdad, ante la agresiva vista del menú), y entonces regresar tranquilamente a casa del trabajo por la ciudad vacía, pensando en cocinar pasta con verduras mientras la ciudad entera huele a carne ahumada y en la entrada de tu inmueble te espera aun un reguero mal limpiado de sangre, marcando todo el camino desde la puerta hasta el ascensor.
Segunda foto: en el suelo de las calles, como un símbolo a la vez oscuro y obvio, iba encontrándome, uno tras otro como marcando un rastro, cuernos quemados.
Aid mubarak said.
Luego, por la tarde, mientras miraba por el balcón pasar carretillas llenas de corderos ya desollados, pelados, y listos para que no se coma otra cosa en los días por venir, cayó una enorme tormenta que limpió de cada esquina los restos de las hogueras.
No me quedó claro si con ella Dios quería decir que le había gustado el sacrificio o que, por el contrario, no estaba nada contento.
Que, un año más, lo que él había pedido era otra cosa.
No vimos las fotos pero gracias a ti una se imagina tan bien el paisaje :). Gracias por compartirlo. Yo pienso como tú de eso de vivir en el extranjero.
Hacía tiempo que no me paraba de verdad en tu blog, y este post me ha dado de nuevo la bienvenida. Y una tremenda bienvenida, la verdad. He disfrutado de lo lindo
Genial. Como acostumbras
Como estar en tu terraza, mirando a la izquierda, a la mezquita…y encontrarte en la calle con todo lo que cuentas. gracias Lau
Sois, desde luego, la mejor de las compañías de viaje. Gracias a vosotros por estar siempre detrás de la pantalla..!
(Alex: welcome back, qué alegría!)
(Paula: te habría encantado… )