Me pregunto a menudo qué es lo que nos gusta de vivir en el extranjero, lo que nos seduce de empezar de nuevo de cero de tiempo en tiempo en una ciudad donde el idioma, las calles, los sabores, nos son extraños.
Las más de las veces, me contesto que es la cotidianeidad de la sorpresa. Vivir en lo desconocido activa un no sé qué de las hormonas y las alertas que nos tiene más abiertos a cualquier cosa, más en vilo ante lo nuevo, más dispuestos al experimento y la aventura. Habitar un lugar en el que lo diferente es norma, en que lo otro se encarna a cada paso, tiene el encanto seductor de que todos los días se pongan patas arriba las certezas. Que en todas las tareas rutinarias haya que cuestionarse un automatismo aprendido, que en cada frase hecha se aprenda una verdad popular y necesaria.