Un país mirando la luna

En Marruecos, el ramadán empezará mañana o pasado.

Probablemente.

Nadie lo sabe aún, porque depende de cómo y cuándo salga la luna. Y eso, claro es algo que no puede darse por hecho.

El calendario musulmán se mide por pasos del satélite en torno a nosotros. Los doce meses del año se separan por los giros que éste da alrededor del mundo. Luego todo se complica un poco más, pero, en cualquier caso, mientras los sabios descifran, van sucediéndose en la Tierra, una y otra vez, el mes de la sequía, el de la peregrinación, el de la partida a la guerra, el de emparejar animales (yo no he comprobado todavía que en Reyéb, “mes del respeto y la abstinencia”, le digan a una por la calle menos burradas). Y, por supuesto, el del gran ayuno. Ramadán.

En este enredoso calendario, cada país tiene potestad para decidir cuándo empieza cada mes basándose en un dato poéticamente antiguo: la noche en que acaba en cada ciclo la luna nueva, cuando despunta el primer punto de luz del cuarto creciente, un mes nuevo ha entrado. Esto, normalmente no tiene mucha importancia. La partida a la guerra, la peregrinación y el empareje de animales pueden casi siempre esperar a la mañana. Pero cuando se trata del noveno mes, el cálculo es cosa de cielo o infierno.

Es por eso que el país entero está mirando a la luna esta tarde.

El otro día nos preguntábamos, mis visitas y yo, por qué no se podía saber con antelación cuando iba a aparecer la luna naciente. “¡Pero si se sabe la posición de la luna de aquí a los próximos tres mil años!”, exageraba alguien. Yo pensaba en los cálculos astronómicos de los aztecas y me decía que, en efecto, algo se nos estaba escapando.

Y así era: resulta que el Islam, en esa desconcertante relación bivalente con la ciencia a la que nos tiene acostumbrados, dice que en esto del  mes santo, no hay técnica que valga: sólo lo que pueda verse a simple vista cuenta. Aunque hay algunas sectas, parece ser, que dicen que la ciencia obliga al que la conozca y crea en ella. Pero en general, no. Para el musulmán ortodoxo, no hay carta astral a la que se permita sustituir a un ojo alerta.

En esta jornada de mirar al cielo sin parpadear, algunos países donde ya se ha hecho de noche empiezan a avisar de que sus sabios han visto la luna. El ramadán de este 1431 de la Hégira empezará mañana en Arabia Saudí, en Libia, en Jordania, en Palestina, en Indonesia y Turquía, y hasta en España y Francia.

Aquí la luz se va desvaneciendo, y a juzgar por lo que  se va viendo y lo que sigue sin verse, nadie apuesta todavía si el ayuno empezará mañana o pasado. Para más tono de thriller, está nublado.

Lo que sí se dice es que no va a ser fácil. Como no siguen ciclos solares sino lunares, los meses del calendario islámico van desplazándose respecto a las estaciones. En este 1431 todo el mundo repite la excepcionalidad que ha caído en (mala) suerte: hecho inédito en décadas de ayuno anual, esta vez el ramadán coincide con el agosto de los heliocéntricos, y el verano y las vacaciones se despanzurran sobre la fe. Los sacrificios nunca vienen solos.

Todos sabemos, por esa culturilla de lo multicultural en la que vivimos, que el ramadán es ese tiempo en el que los musulmanes no comen durante el día. Sabemos, más o menos, que cuando cae el sol se juntan en sus casa y comen todo lo que les deja la noche como en una pantagruélica Navidad. Sabemos algo sobre sopas y dulces, y con suerte sabemos también que, además de a la comida, el precepto de abstinencia diurna afecta a la bebida, el tabaco y las relaciones sexuales.

Pero, la verdad, no sabemos mucho más.

Dicen que la idea que subyace a todo esto es igualar, por un mes, a ricos y pobres. Así los primeros sabrán cómo viven, sin excepción de épocas, sus vecinos menos afortunados, y éstos podrán aprovechar el intensivo de fe para obtener más limosnas (y más comprensión). Pero hasta el más refinado ideal acaba admitiendo un análisis de clase: hoy por hoy, los ricos pueden permitirse dormir hasta casi la hora de romper el ayuno, mientras que los pobres tienen que seguir deslomándose en el andamio bajo el hambre y el sol.

Pero nada de eso lo he visto, todavía. Éste va a ser mi primer ramadán. Mientras me planteo si probar, me pregunto cómo va a ser casi con tanta intriga como si me fuera a un nuevo país. ¡Me han contado tantísimas historias! Todo el mundo tiene cuentos de ramadán, y la curiosidad crece. Para todos. El otro día, Antonio, el amable anfitrión de un hotel por el que anduve, decía que, en Marruecos, ninguna experiencia previa sirve de nada. “Aunque creas que ya sabes cómo es algo, la próxima vez será seguro de otra manera”.

Es quizá por eso que, por lo que pueda pasar, en las últimas semanas el país entero lleva preparándose para el ramadán con un ánimo de corredor de maratón.  El mes previo al del ayuno debiera quizá llamarse “mes de preparación”. Porque, inshalah, antes o después saldrá la luna. Y para entonces, mejor estar bien pertrechado.

El principal de los preparativos ha sido el de arrasar con los supermercados. Como durante el mes sagrado las tiendas cierran durante el día, y, además no se sabe cuánto dejará trabajar el hambre y si no quedarán los campos desatendidos, todo el mundo quiere llenar la despensa antes de empezar a ayunar. Grandes colas, cestas llenas, para que cuando caiga la noche la debilidad no pille al personal ni un sólo día sin nada que echarse a la panza. Los precios suben y, para más gasto, según leí hoy, los productos más consumidos (azucarados, agasajadores, festivos) son de los de lujo. Bueno, al menos algunos. Luego está también eso de que los tomates son el producto estrella. Salsas, sopas y ensaladas tradicionales los van a reclamar en cantidades ingentes. Los dátiles y almendras, dicen, también están cotizados. Pero al mismo tiempo, hay que llenar también la cesta de patatas, cebollas, legumbres, mantequilla: no vaya a ser que se acaben. Claro que el mercado siempre tiene más ojo que panza y, según los periódicos, “la oferta ha superado la demanda”: hasta el ministro de economía ha hecho sus comparecencias para asegurar que no hay nada que temer. 175.000 toneladas de tomates producidos entre junio y septiembre, asegura, deberían bastar para toda la harira del mes santo. Pero aun así, todo el mundo teme la escasez. Los marroquíes se han pasado las últimas semanas acarreando a casa bolsas y bolsas de café para desayunar antes de acostarse y harina para que no falte el pan. Con una alacena bien provista nada puede salir mal.

Mientras, los extranjeros que hemos dado en vivir aquí hacemos un acopio de víveres un poco distinto. La leyenda que circula entre nosotros dice que, si hay algo realmente difícil de conseguir en ramadán, es alcohol. Las versiones difieren. Unos dicen que, previa presentación de pasaporte, se puede comprar, en tanto que infiel, alguna birrita furtiva. Otros afirman con rotundidad que las bodegas subterráneas de hasta los supermercados más occidentales cierran a cal y canto hasta que termina el mes. Por si acaso, mientras las amas de casa acarreaban tomates, en julio nosotros arrastrábamos por las calles de la ciudad cajas y cajas de cerveza para aguantar hasta el otoño.
Pero no todo es cosa de despensas. Hay más.

Por ejemplo, que anteayer se cambió la hora. Marruecos pasa de GMT y anula el horario de verano para que anochezca antes. En ramadán, a las siete y media se hace de noche. Complot de relojes para ayudar al cuerpo a cumplir con Dios.

Algo parecido ocurre con los horarios. La administración reduce notablemente las horas de apertura de los sitios oficiales y hasta los trenes cambian de frecuencia para las particulares necesidades de este mes. Las ciudades, mientras tanto, tratan de organizarse para que la funesta conjunción de verano y ayuno no lleve a la ruina la parte turística del balance anual. En las playas que bordean el Mediterráneo, los hoteles sacan ofertas para esos a los que la ocasión histórica de que ramadán, estío y vacaciones coincidan no les abruma. Marrakech decide que sus rstaurantes no cierren y baja los precios de los hoteles a niveles desconocidos hasta en invierno. En Tánger, sin embargo, no se ponen de acuerdo: en una reunión, celebrada hace unos días, los hoteleros no llegaron a ninguna conclusión sobre la filosofía a adoptar, los precios, ni con qué calma tomarse la cosa. Alá proveerá.

Ah, y las empresas… Las empresas se agobian. Los diarios económicos han estado sacando suplementos especiales dando recomendaciones para que no baje -mucho- la productividad mientras gerentes y presidentes varios se mesaban los cabellos tratando de conciliar sus intereses con las prebendas para que sea fácil ir a rezar los viernes. “Seguir siendo productivo es posible si uno se organiza”. Aprovechar las mañanas, no pasarse con las cenas y no usar el ramadán como falso pretexto para dar rienda suelta a la vagancia son consejos que merecen secciones enteras.

Si hasta Nokia ha creado nuevas aplicaciones para recibir en el teléfono móvil citas coránicas y horarios de rezo. MP3  de oraciones y GPS encarados a la meca.

Ni siquiera la televisión, ese dios moderno, se libra de sus ropajes ramadanescos: en este país que a veces parece haber brotado de bajo las parabólicas -para omnipresentes, ellas-, la parrilla cambia para ofrecer sus buena dosis de entretenimiento familiar, y hace ya semanas que se especula sobre la nueva teleserie que amenizará las cenas del mes sagrado. Canal Plus ha previsto un programa de cocina para pasarlo poco antes de la puesta del sol.

En la carretera, entre tanto, ajetreo de furgonetas cargadas en torno al Estrecho. Hay emigrantes que regresan, como aquel manido anuncio, a casa por Ramadán. No hay nada como la sopa de la abuela. Otros, mientras, optan por salir pitando del país e ir a pasar el mes santo en un país laico donde se pueda comer. Los que van y los que vienen se dicen, en todo caso, “ramadan karim” cuando se cruzan en las gasolineras.

Yo llevo un par de semanas observando con los ojos muy abiertos todo esto y bullendo de preguntas, mezclando novelescamente todas esas cosas que me han contado.
¿Será verdad que justo antes de la ruptura del ayuno la gente está sentada en las terrazas de los cafés con un cigarro y un mechero en una mano, un vaso de agua en la otra y un cuenco humeante dispuesto en la mesa para justo después? ¿Será cierto que la ciudad es fantasma durante el día y se vuelve loca a la puesta del sol? ¿Cómo será la querida medina en esas noches de fiesta? ¿Será verdad que a uno pueden abofetearle por dar un sorbo a una botella de agua por la calle? ¿Morirá la gente de fe y calor? ¿Será cierto que se agotan las almendras en todas las tiendas de la ciudad? ¿Se oirán desde la calle risas cuando las familias estén comiendo el iftar? ¿Y lo del cañonazo, va en serio? ¿Se verán realmente niños en las escaleras en la Noche del Poder? ¿Tendrá el dios piedad suficiente como para parar esta ola de calor del desierto antes de que empiece el noveno mes?

Hoy, en cuanto se acerque el atardecer, los más sabios estudiosos de la religión ocuparán sus atalayas para vigilar con cuidado las primeras luces de la luna nueva.

Si la ven llegar, sonará un cañonazo y mañana empezaré a tener respuestas.

(Si es otra noche sin luna, seguiremos escudriñando el cielo un día más.)

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