La plaza de Djemaa El Fna es seguramente uno de los motivos que me hicieron volver a Marruecos, elegir vivir aquí.
“Amo a esa plaza como si fuera una persona”, decía el otro día una amiga que la conoció a la vez que yo. Yo no. Yo no la amo. No la entiendo, no confío en ella y no la extraño cuando no está. Pero sí que es para mí uno de esos mágicos seductores que, cuando se tienen delante, invitan a abandonar todo raciocinio y destejer el hilo de la realidad para abandonarse en sus brazos. Sin condiciones, sin cortafuegos.
Djemaa el Fna es el territorio de lo inaprehensible. Primera magia: la plaza se rehace cada día. En realidad, no es más que un espacio vacío, una explanada abrasada por el sol. Pero cuando cae la noche (todas y cada una de las noches), en un juego de manos rápido y certero, un fluído ajetreo se pone en marcha y para cuando el muecín canta su última llamada ya hay en ella restaurantes que echan humo, puestos de té de jengibre que da la falsa sensación de un chupito, narradores susurrando leyendas a grupos muy atentos, serpientes y monos que pasean a sus dueños amaestrados, bailarinas, tatuadoras, trileros, carros con pirámides de dátiles y naranjas, ladrones al acecho, parejas de la mano, predicadores, chatarreros, curanderos cargados de hierbas, sacamuelas que exhiben todos los dientes que han arrancado para otorgar confianza. La forma de hoy es distinta a la forma de mañana. Nunca puedes tener claro que vayas a encontrar lo que busques, pero siempre encontrarás algo que no esperabas. Entre una cortina de humo permanente, esquivando sin tregua motos y burros, absolutamente sobrepasado por un exceso de olores y cantos, se pasea como en trance, se levita un poco, fuera del tiempo y de la realidad.
Sí, claro, Djemaa El Fna fue uno de los motivos que me trajo a Marruecos. Ella es lo improductivo, lo improvisado. Allí hay que dejarse llevar, ceder a todas y cada una de las tentaciones. En la plaza todo es distinto, es otro tiempo y otro modo de que pase. Un aleph. Todas las culturas tienen su carnaval, pero en Marrakech cada noche es fiesta.
Ahora llevo siete meses en este país, empiezo a entender algo. Superados los clichés orientalistas de los que nadie se libra en su primera visita, empiezo a saber cuáles son los verdaderos encantadores de serpientes de Marruecos, qué bailes bailan realmente sus niñas bonitas, qué dientes tienen que sacar los sacamuelas sabios. Ya sé que la plaza a la vez es y no es este país. Completamente uno y completamente otro.
Pero lo que está claro es que en ella siempre sigue siendo carnaval.
Bajo allí, bebo té, como brochetas a manos llenas y me empeño en intentar entender algo de lo que se cuenta. Nunca lo logro.
Ahora llevo siete meses en este país. Ha pasado el ecuador del tiempo previsto y empezamos la cuenta atrás. Ni sabemos qué pasará luego ni lo queremos saber.
Mi amiga se enamoró de la plaza. Yo no, decía. A mí me sedujo. Pasaría en ella mil y una noches, todas las que hicieran falta para aprender el idioma de los cuentos y probar todos y cada uno de los restaurantes que cada tarde están en un rincón distinto. Pero no le prometería, nunca, todas mis noches.
Los bailarines sufíes giran y el humo purifica la carne.
Como los de todos los buenos seductores, sus brazos son el territorio del olvido. No hay más tiempo que el que mete en el cuerpo el canto cíclico de la oración.
A lo mejor nos olvidamos tanto que sí que nos quedamos ahí flotando para siempre. Pero sin decírselo. Como con los amantes imprudentes. Sin darnos cuenta. En un enloquecido carnaval.
Pues yo sí me he enamorado de tu descripción. Obviamente nunca llegaremos a sentirnos completamente como tú te sentiste en esa plaza, pero créeme, has conseguido transportarme ahí por unos minutos, e incluso antes de ver la fotografía, ya era como imaginaba.
Nun se que me presta mas, si les sensaciones que te produz esi requexu de Marrakech o la calida a la hora d’espresalo con pallabres. Yes la meyor!!
Un besu gordu dende Hanoi!