Hace no mucho, me hablaban de un libro, “Amar y pensar”, de un tal Santiago López Petit. Me hacían llegar una serie de fragmentos que pertenecían definitivamente a la especie de esos que me reconcilian con la filosofía y me recuerdan por qué tengo en casa tantos libros gordos.
Hoy, me encuentro con esta entrevista y me digo: “venga, sube un cachito al blog. Para ver si en una temporada no hace falta ponerse a explicar por qué sí que tiene sentido explorar la palabra ontología, pasar las horas descifrando manuales, hacer incluso exámenes que obliguen a enfrentar páginas antiguas pese a todas las perezas… ”
“Para llegar a escribir cosas como estas un día, hombre”, es la respuesta.
(Intentaré acordarme en septiembre, cuando el calendario de exámenes vuelva a traerme a mí misma la pregunta de quién coño te manda meterte en este berenjenal…)
Lo que yo digo es que hoy todo el que se quiere mantener en pie y no arrodillarse tiene problemas con la vida. Pero no sólo eso. Lo que afirmo es que esos problemas (que tenemos) con la vida son problemas políticos. (…) El discurso político tradicional más o menos renovado puede llegar a hablar de biopoder, de una gestión política de la vida, pero nunca llegará a admitir que en la actualidad la propia vida es una cárcel. Que la Vida se ha convertido en una forma de dominio y sujeción. No se trata de una metáfora. Viviendo reproducimos esta realidad que coincide con el capitalismo, y cuya obviedad se nos cae encima. Pero antes de tratar el problema de la realidad intentaré ahondar más acerca del odio. Sé perfectamente que el concepto de odio es extraño por inusual. Más bien, lo que sucede, es que el pensamiento políticamente correcto lo rechaza frontalmente. (…) Evidentemente, el odio que defiendo ni es el odio contra un mismo que lleva al suicidio, ni el odio contra el otro que es el punto de partida del racismo. Yo creo, como decía, que existe un odio que libera. Sólo el que odia su vida puede realmente llegar a cambiarla. (…) En definitiva, introducir el concepto de odio era necesario porque sin esa pasión no se puede pensar una (auto)transformación cuyo resultado sea un hombre más libre y valiente. Porque, en definitiva, el odio libre delimita a la vida. La mantiene a raya ya que fija: “lo que no estoy dispuesto a vivir”. Expulsa al miedo. Y así el odio libre libera el querer vivir de la vida a la que estaba sujeto. Pero no hay que entender el odio libre como una propuesta política generalizable. En todo caso, la propuesta política es, y sigue siendo, el querer vivir. O más, precisamente, hacer del querer vivir un desafío. La política radical que propongo no es, pues, una política del odio sino del querer vivir y de la politización de la existencia. Por esa razón, hablo de vida política, de “tener una vida política”. Después de lo dicho creo que este objetivo ha quedado clarificado. “Tener una vida política” no es ser miembro activo de un sindicato, ni tampoco de un grupo de extrema izquierda. Para mí “tener una vida política” significa permanecer de pie, no arrodillarse ante la realidad. En una vida política, el querer vivir se ha hecho desafío. Ese desafío tiene que ser colectivo pero no necesariamente. Una vida política puede ser perfectamente una vida personal que no tenga nada de colectiva. Digo una vida personal, no una vida privada. Cuando el querer vivir se hace desafío en soledad – es decir, sin el apoyo de una alianza de amigos, de un movimiento real – muchas veces la vida se rompe. Por eso en nuestra sociedad, politizar la existencia, tener una vida política, es muchas veces tener una vida rota ya que no hay refugio donde cobijarse. En el libro “Amar y pensar” he intentado llevar más lejos esta reflexión, mostrando que una vida política es una vida simple. Simple por cuanto se construye sobre gestos radicales necesariamente simples: amar, pensar y resistir. Una vida política es una vida profundamente despsicologizada ya que ha expulsado toda complicación innecesaria. No necesita de las neurosis para darse una aparente profundidad.