Tras un par de semanas de considerable ajetreo vital y emocional, ha llegado a una sensación de la que me desacostumbré rápido: abro la puerta y el piso está vacío. Os habéis ido todos, esta casa es más casa y menos hogar.
Pero no hay tiempo para la nostalgia, es el momento de ponerme a estudiar la asignatura con más leyenda negra de la carrera.
Así que hago un anuncio: temporalmente y sin que sirva de precedente, aprovecho vuestras ausencias, cojo la tarea y me traslado a vivir a mi camota.
Mi camota era como un cuartito dentro de mi cuartito. Todo lo que cabía en el cuartito cabía en la camota, que era, además, altísima, y por culpa de la camota, no todo lo que cabía en ella cabía en el cuartito. En todo caso, no bien entraba yo, me atracaba con algo, con lo poco que allí había, una silla medio esfondada, un pequeño armario, una mesita más baja que la camota y que sólo cabía empotrándola contra un espejo que me obligaba a trabajar contemplando la miseria en la que vivía, porque en él se reflejaba íntegro el cuartito más feo de París. El propietario me había prohibido sacar el espejo de la pared en la que estaba pegadísimo, además, o sea que un día, para evitar verme viendo mi miseria con esa cara de imbécil, puse la silla y la mesita sobre la camota y me instalé para siempre a trabajar allí.
(“La exagerada vida de Martín Romaña”, Alfredo Bryce Echenique)