Onomásticas

No deja de parecerme curioso de qué modo la elección de este día como el de Difuntos revela las concepciones de la vida y la muerte que van asociadas a nuestro santoral.

El día de Difuntos es este primero de noviembre, cuando hace poco que el frío ha empezado a instalársenos en el cuerpo, cuando es de noche casi antes del fin de las misas, cuando hay riesgo de lluvias que hagan resbaladizo el cementerio, cuando ya es tiempo de paraguas y ropas oscuras de cuello alto que le den a todo más aire de procesión, cuando al acabar la tarde sólo queda ir cada cual a meterse en su casa, solo, triste, sin más ánimo que el de dormir.

Por qué no un quince de junio, por ejemplo, soleado en el paseo hacia los antepasados, con vestidos de flores, con sandalias, con un sol que reconforte, con la posibilidad de ir luego a pasear junto al mar en compañía, de contar las mejores de las historias que conciernan a los muertos, de entender que la vida sigue, y seguir.

Se parecería bastante más a lo sano, y a lo bello, y a lo cierto.

Yo, desde lejos de los cementerios que me corresponden, miro por la ventana y pienso en Borges:

“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte (…)

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario.”

(El inmortal, Borges)

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