Pensar, por ejemplo, con Luis Alberto de Cuenca, aquello de
La vida dura demasiado poco.
No da tiempo a hacer nada. No hay manera
de reunir los suficientes días
para enterarte de algo. Te levantas,
abrazas a tu novia, desayunas, trabajas, comes, duermes, vas al cine,
y ni siquiera tienes un momento
para leer a Séneca y creerte
que todo tiene arreglo en este mundo.
La vida es un instante. No me explico
por qué esta noche no se acaba nunca.
pero ni eso aleja las sombras. Y entonces encender la luz, levantarse, dar un par de vueltas en redondo. Calentar un vaso de leche (¿qué hay más solo que curarse sólo el insomnio, la gripe?-y ni siquiera tengo nesquik-), intentar beberlo despacio, saber que mañana será difícil levantarse. E invocar, con Gerardo Diego…
Tú y tu desnudo sueño. No lo sabes.
Duermes. No. No lo sabes. Yo en desvelo,
y tú, inocente, duermes bajo el cielo.
Tú por tu sueño, y por el mar las naves.
pero qué coño tendrá que ver. Hacer repaso de conciencia: no, no va de eso, no hay moiras que valgan. No tengo cuentas pendientes que no sean con mi cuerpo. ¿Y de estreses? Por dios, estamos en septiembre. Pero, entonces, ¿por qué? -¿por qué?-.
Lamentar, con un tal Montobbio,
Desde la culpa de no ser feliz, de no haberlo sido,
desencuaderno mis ojos huecos y de sobras sé
que no dormir es un rastro del infierno.
Mi madre dice que deje el alcohol, el tabaco, el café; me receta infusiones multicolores. Lo dejo todo, ¿y entonces? ¿Cómo desazonar más la vida para no perder tanto el sueño?
Aunque más infierno es dormirse y soñar con la cara freudiana que toman los miedos. Las tres y media y sereno. Temer, por ejemplo, con Dámaso Alonso, que
(…)
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en que hace
cuarenta y cinco años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir al
huracán, o ladrar a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como el perro
enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca
amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre
lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en
esta ciudad de Madrid, por qué mil millones de cadáveres se pudren
lentamente en el mundo.
Pero no, virgen santa, no es para tanto. Además, a quién vamos a engañar, no pienso en los cadáveres de Madrid ni del mundo. Mi insomnio es tanto más egoísta, tanto más terrenal. Estos enormes bostezos, que mudan en inquietud al apagar la lámpara. Este inmenso sueño, y no poder –no poder– cerrar los ojos. Decir, con Unamuno:
He ido muriendo hasta llegar al día
en que espejo de espejos, soy me extraño
a mí mismo y descubro no vivía.
Y entonces recordar, intentando encontrar una causa, que hubo un tiempo, sin embargo, en el que me encantaba no dormir, como para ganarle horas al día. Y en que me encantaba también cuando llegaba la hora de dormir: para flotarle minutos.
Ah, ya está. Asumir con Luis García Montero:
Porque sé que los sueños se corrompen,
he dejado los sueños.
El mar sigue moviéndose en la orilla.
A ver si va a ser eso.
(Al menos en la noche me acompañan hordas de poetas sin sueño...)