Estoy leyendo un libro que me tiene perpleja. Habla de enormes salmones que aparecen entre galaxias, suena a comic de colores, dibuja perfecto lo mal que se entiende todo el mundo en las historias de amor. Por si fuera poco, se ríe de los periodistas, se ríe más si cabe de los estudiantes con ideas, ni os cuento de los artistas y a mí me hace descojonarme en el metro ultrasilencioso de las mañanas de aquí.
Con un pie en la tierra y otro en los superheroes, un tono argentino con vistas a El Cairo y mucha mala leche, un tal César Aira del que confieso no haber oído hablar nunca antes nos regala en “Las aventuras de Barbaverde” la sorpresa de una cosa diferente, por una vez.
Una va leyendo y se encuentra con que se dice, se contradice, se toma el pelo, nos toma el pelo, exagera, se carga la verosimilitud, la arrastra de vuelta, lo enreda todo, mata, revive, se saca ases de la manga, conejos de la manga. Todo lo que no era verdad se convierte de pronto en verdad. Y lo que lo era, pues no. Y así todo el tiempo. Nunca se sabe. Como en la vida misma. Todo es como una inmensa onomatopeya, deja el regusto de una viñeta excesiva.
El caso es que por primera vez en mucho tiempo, la sensación más fuerte que el libro me produce es “joder, cómo se lo ha pasado este hombre escribiendo esto”. Porque hace absolutamente lo que le da la gana.
Y la segunda, que una vez más se prueba que las cosas serias sólo se pueden decir con mucho, mucho sentido del humor.
Que ya basta para justificar la compra compulsiva de ese día en que, leyendo la solapa, me dije: “esto sólo puede estar o muy muy bien, o muy muy mal”.
Me alegra cuando no me falla el instinto.
“Iba pensando en que la actitud de sus compañeros tenía al menos algún mérito, a pesar de ellos. Porque, se decía, un viajero que se encontraba en un país extraño, del que no conocía la lengua y las costumbres, se sentía en una posición de inferioridad (…) Ellos, en cambio, no se dejaban amilanar por lo desconocido, de lo que se burlaban con la mayor desenvoltura. Lo hacían por ignorancia y provincianismo, pero tenía su mérito de todos modos. Se necesitaba cierto grado de cultura e inteligencia para amedrentarse frente a lo desconocido. Si ese chino hubiera sido un autómata programado para interactuar con extranjeros, ellos le habrían descompuesto el mecanismo. “
(¿Me diréis que no tenéis unos cuantos amigos así?)
Joder, duende, me lo he comprado y pensé lo mismo: o es una maravilla o es una mierda, pero en el medio seguro que no se queda. Te diré si a mi también me sale cara…