La princesa Masako está deprimida, como le corresponde por ser reina de cuento. Su condena de boda fue un anillo excéntrico. Excéntrico como las órbitas, me refiero: el centro no está en el centro. Su anillo se llama Tokio y le venía de serie con el cargo imperial.
Cuando un viajero llega a la ciudad los guías le cuentan que, para no perderse, lo mejor es no salirse del camino que marca la línea de tren Yamanote. Lo que no le explican, aunque uno después lo descubra, es que esa línea es también el trazado del anillo con que carga la reina.
En realidad es una línea circular de transportes, el clásico tren que en todas ls ciudades grandes aúna las vías de la periferia en algún modo de trazado inteligible. Con la diferencia de que la estructura urbana de Tokio es tan particular que lo que une la línea periférica son los distintos centros de la ciudad. El palacio en el que languidece Masako ocupa lo que sería el punto medio, físicamente hablando; pero, como explica Ricardo -me pregunto para qué escribo de estas tierras teniendo compañeros de viaje que lo hicieron antes y mejor-,en este caso se trata de un “no-centro”, en palabras de Barthes. Si el viajero se aventura a abandonar la línea Yamanote y tomar transbordos hacia la Estación Central (un edificio de piedra de color europeo sentado entre rascacielos), a cruzar una explanada de asfalto sin sombras, a franquear los portones hacia jardines llenos de fuentes que no puede tocar, alcanzará a ver, desde la parte con acceso permitido del recinto, esquinas de una muralla que tapa el palacio imperial.
La ciudad gravita en torno a un misterio. En un desconcierto similar al de oir al guía que explica Yamanote decir: “cojan la línea circular, el círculo cuadrado”, el viajero alcanza el centro vacío de Tokio. El corazón del imperio sólo se puede imaginar.
Por eso Masako tuvo, por compromiso, un anillo que no se puede poner. Ella trata, desde su círculo intangible, alcanzar los centros periféricos, las perlas engarzadas por la línea Yamanote.
Alcanzar Ginza por la noche, cuando se llena de neones y los coches pasan silenciosos como ninjas y las tiendas de moda han cerrado y los peatones se juntan a fumar en torno a las papeleras. Ginza por el día, cuando las mujeres bellas se disfrazan de ejecutivas en tacón de aguja y toman café solas frente al cruce central. Ginza en los laterales: el callejón Ayakucho, que con sus alineados restaurantes diminutos parece un puerto mafioso de secano.
Alcanzar Asakusa, pasear por el mercadillo de la calle central del templo para comprar galletas de haba roja, quemar inciensos al Buda y bajar en barco hasta el parque Hamarikyu para dar vueltas rápidamente hasta caer sobre hierba y ver en el giro, todo alrededor, la panorámica de rascacielos.
Alcanzar Ueno, todos los templos, los nenúfares, la monja naranja haciendo sonar campanas, la joven con minifalda de lunares y medias de colegiala contoneándose al hacer fotos con una cámara que parece de madera.
Alcanzar Odaiba en monorraíl mientras anochece y se encienden las luces de fuera y el tren sin conductor esquiva edificios en sus vías elevadas, serpiente urbana que desemboca en la bahía como si en Star Wars hubiese playa, para encontrar una copia del puente de manhattan y la estatua de la libertad.
Acanzar Shinjuku un domingo por la mañana, cuando la noche casi no acabó y jóvenes andróginos de pelo cardado y traje ajustado a la piel pasean ojeras por el barrio gay. Harajuku un domingo por la tarde, cuando ante el parque Yoyogi cantan los aspirantes artistas y en una esquina las tribus urbanas se acicalan para posar ante ojos y objetivos. Acanzar Shibuya, el cruce en forma de estrella, y mirar desde un lugar elevado la marabunta que pasa cuando se prende luz verde.
Alcanzar el mercado Ameyoko, sepias secas entre frutas de estación. Takeshita Dori, donde en las tiendas de ropa los más extremos ven cosas exageradas. El templo cercano al “barrio rojo” donde van por la mañana a rezar las putas. Shinagawa, de camino al puerto, con los caracteres de río y mercancías en su nombre. Alcanzar los barrios en que imperan las tiendas electrónicas, los barrios en que imperan los pay-pays. El atronador local donde un hombre ha juntado siete cajas de bolitas de Pachinko. La calle de bares donde hay una fachada que tiene pintado a Tom Waits. Alcanzar al menos la concurrida estación central.
Masako estira los brazos, pero desde su ciudad excéntrica no hay modo de alcanzar la vida desde el vacío central. No me extraña que esté triste, la princesa. A mí también me dan ataques de melancolía desde que he vuelto y no tengo al alcance de la mano la línea Yamanote y los barrios de Tokio.
Y ahora Jacques Brel y el Café de Flore, y la versión de los Tindersticks y saint-germain-des-pres…
Aún no entiendo muy la estructura del blog, pero tiene muy buena pinta.
P.D: Por cierto… en una de las Hesperyas hay un poema tuyo que me gustó mucho, tengo permiso para ponerlo en el fotoló?
Y a ver si nos vemos en alguna folixa!